Todo linchamiento o intento de ejecutar a una persona es un acto de barbarie, aun en el caso de que el sometido a las consecuencias de la ira popular sea un criminal confeso, múltiple o haya sido sorprendido en flagrancia.
La humanidad ha decidido sancionar a los delincuentes con la privación de libertad. Para ello, se han creado las cárceles y los códigos establecen la gradualidad de las condenas que deben cumplir quienes, después de un juicio justo e imparcial, son encontrados, sin lugar a la menor duda, culpables de un determinado delito.
La más grave de todas las transgresiones a las normas de pacífica convivencia es el asesinato.
Para procesar a los individuos de la comisión de delitos, se han creado los tribunales de justicia, que son los únicos organismos capaces de imponer sanciones de orden penal.
Ése el ordenamiento lógico y normal en una sociedad civilizada y moderna, que protege a sus ciudadanos.
Sin embargo, cuando se rompe esta línea de acción social, surge no sólo la anomia, que es la ausencia absoluta de normas y reglas, sino que se cae en un estado de completa descomposición de las estructuras.
A pesar de todos los esfuerzos realizados en sentido de que las entidades y reparticiones estatales funcionen adecuadas en Bolivia. La justicia, el Ministerio Público y la Policía no funcionaron adecuamente y el resultado ha sido un alarmante grado de impunidad. Han sido comunes los casos de los criminales reincidentes que vuelven a delinquir porque policías, fiscales y jueces complacientes, cuando no cómplices, les permitieron salir de los penales.
Es una situación que se arrastra desde hace décadas. No puede atribuirse a alguien en particular, inclusive a una determinada administración gubernamental, sino a un orden de cosas perverso, que tuvo que ver en el pasado mediato con el cuoteo de la justicia, con el mensaje de que sólo quienes tienen más, sin importar cómo consiguieron su fortuna, son los exitosos y los demás, unos simples fracasados.
Las personas, el ciudadano común, el padre de familia o quien ha resultado víctima de la delincuencia reacciona con violencia al encontrarse en presencia de un caso de este tipo y se desencadenan horribles linchamientos.
Estas demostraciones de justicia por mano propia, si es que se puede hablar de justicia, son ni más ni menos, delitos y, como se mencionó antes, de la más grave de las categorías, pues se da fin, y de una manera cruel, a una vida humana.
Los linchadores son tan criminales, como los que reciben agresiones y deben ser juzgados por la comisión del delito que es tipificado como el más grave de todos y que amerita la pena más fuerte, que en el caso de la legislación boliviana es de 30 años de presidio sin derecho a indulto. Lo demás, también, será complicidad.
La humanidad ha decidido sancionar a los delincuentes con la privación de libertad. Para ello, se han creado las cárceles y los códigos establecen la gradualidad de las condenas que deben cumplir quienes, después de un juicio justo e imparcial, son encontrados, sin lugar a la menor duda, culpables de un determinado delito.
La más grave de todas las transgresiones a las normas de pacífica convivencia es el asesinato.
Para procesar a los individuos de la comisión de delitos, se han creado los tribunales de justicia, que son los únicos organismos capaces de imponer sanciones de orden penal.
Ése el ordenamiento lógico y normal en una sociedad civilizada y moderna, que protege a sus ciudadanos.
Sin embargo, cuando se rompe esta línea de acción social, surge no sólo la anomia, que es la ausencia absoluta de normas y reglas, sino que se cae en un estado de completa descomposición de las estructuras.
A pesar de todos los esfuerzos realizados en sentido de que las entidades y reparticiones estatales funcionen adecuadas en Bolivia. La justicia, el Ministerio Público y la Policía no funcionaron adecuamente y el resultado ha sido un alarmante grado de impunidad. Han sido comunes los casos de los criminales reincidentes que vuelven a delinquir porque policías, fiscales y jueces complacientes, cuando no cómplices, les permitieron salir de los penales.
Es una situación que se arrastra desde hace décadas. No puede atribuirse a alguien en particular, inclusive a una determinada administración gubernamental, sino a un orden de cosas perverso, que tuvo que ver en el pasado mediato con el cuoteo de la justicia, con el mensaje de que sólo quienes tienen más, sin importar cómo consiguieron su fortuna, son los exitosos y los demás, unos simples fracasados.
Las personas, el ciudadano común, el padre de familia o quien ha resultado víctima de la delincuencia reacciona con violencia al encontrarse en presencia de un caso de este tipo y se desencadenan horribles linchamientos.
Estas demostraciones de justicia por mano propia, si es que se puede hablar de justicia, son ni más ni menos, delitos y, como se mencionó antes, de la más grave de las categorías, pues se da fin, y de una manera cruel, a una vida humana.
Los linchadores son tan criminales, como los que reciben agresiones y deben ser juzgados por la comisión del delito que es tipificado como el más grave de todos y que amerita la pena más fuerte, que en el caso de la legislación boliviana es de 30 años de presidio sin derecho a indulto. Lo demás, también, será complicidad.
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