La cercanía del Censo ha desatado una suerte de algarabía rentista que debería causar vergüenza en todos los que de alguna forma tenemos la misión de ir buscando un cambio de mentalidad en el país, única manera de aspirar a un futuro distinto a esta locura consistente en buscar constantemente cómo medrar con las migajas que deja caer el Estado centralista, que a la manera del gordo Epulón acapara todo, mientras convence a la gente que él se encargará de repartir sabiamente las riquezas.
Nada menos que un gobernador incurre en la incitación al fraude, cuando convoca a los oriundos de su región que viven en otros departamentos y países vecinos a retornar a sus lugares de origen, truco que servirá para conseguir ventajas en la distribución de recursos. El alcalde de Villazón llama a ser leales con el municipio e invita a cruzar la frontera para empadronarse. Lo mismo hace su colega de Monteagudo, quien paga vehículos gratis para el acarreo de gente, situación que hace molestar a la gente de Sucre. Qué bochorno, qué miseria, no solo material, sino mental.
Obviamente, todas esas triquiñuelas son digitadas desde los órganos públicos, desde los despachos que amasijan grandes fortunas que sirven para comprar vagonetas de lujo y que seguramente aspiran a ser repartidores de cheques ajenos en las plazuelas. La gente apoya convencida de que algo le va a tocar y también lo hace por miedo. En El Alto, por ejemplo, los líderes de los sindicatos afines al Gobierno han estado promoviendo la idea de que le van a quitar los lotes y las casas a quienes no se hagan censar en su pueblo. Los interesados dejan sus máquinas de costurar en Buenos Aires o sus puestos de golosinas en Santa Cruz y retornan para cuidar la parcela que abandonaron hace mucho por la sequía y porque nadie jamás se ocupó de ellos y jamás lo harán.
Al Gobierno le conviene esto. Le gusta que la gente piense que el Estado le va a resolver su problema. Que los gobernantes los van a tocar con su varita mágica y que un día el caudillo llegará con su helicóptero a inaugurar una canchita de fútbol. Le conviene que se peleen unos contra otros por las migajas. Eso deja la platita en manos de un tercero, el centralismo, que se burla de todos, porque al final se queda con la tajada mayor, mientras deja a la gente con la fe puesta en los bonos, manera que los vendedores de ilusiones han inventado supuestamente para combatir la pobreza.
También es buena señal que haya bloqueos, peleas entre pueblos, bandos y grupos que buscan cómo echar más baratijas a la bolsa sin importar el perjuicio del otro. Eso nos hace más bolivianos, más plurinacionales, divididos hasta al cansancio, más odiadores como nos han enseñado los que han estado promoviendo la idea de que la política es sinónimo de guerra, de confrontación y de división.
El Censo importa para los bolivianos que intentan ser serios en este país donde vale todo. También importa para la historia, pues aunque a los tropezones y lleno de chapuzas, quedará un registro para la posteridad y para las futuras generaciones que necesitan mirarse en el espejo y en lo posible aprender de los errores. Está claro que a los gobernantes poco les puede importar. El Censo es otra más de sus paradas en esta borrachera interminable que empezó hace siete años. Es uno más de los prestes del Carnaval que tarde o temprano tiene que terminar.
Nada menos que un gobernador incurre en la incitación al fraude, cuando convoca a los oriundos de su región que viven en otros departamentos y países vecinos a retornar a sus lugares de origen, truco que servirá para conseguir ventajas en la distribución de recursos. El alcalde de Villazón llama a ser leales con el municipio e invita a cruzar la frontera para empadronarse. Lo mismo hace su colega de Monteagudo, quien paga vehículos gratis para el acarreo de gente, situación que hace molestar a la gente de Sucre. Qué bochorno, qué miseria, no solo material, sino mental.
Obviamente, todas esas triquiñuelas son digitadas desde los órganos públicos, desde los despachos que amasijan grandes fortunas que sirven para comprar vagonetas de lujo y que seguramente aspiran a ser repartidores de cheques ajenos en las plazuelas. La gente apoya convencida de que algo le va a tocar y también lo hace por miedo. En El Alto, por ejemplo, los líderes de los sindicatos afines al Gobierno han estado promoviendo la idea de que le van a quitar los lotes y las casas a quienes no se hagan censar en su pueblo. Los interesados dejan sus máquinas de costurar en Buenos Aires o sus puestos de golosinas en Santa Cruz y retornan para cuidar la parcela que abandonaron hace mucho por la sequía y porque nadie jamás se ocupó de ellos y jamás lo harán.
Al Gobierno le conviene esto. Le gusta que la gente piense que el Estado le va a resolver su problema. Que los gobernantes los van a tocar con su varita mágica y que un día el caudillo llegará con su helicóptero a inaugurar una canchita de fútbol. Le conviene que se peleen unos contra otros por las migajas. Eso deja la platita en manos de un tercero, el centralismo, que se burla de todos, porque al final se queda con la tajada mayor, mientras deja a la gente con la fe puesta en los bonos, manera que los vendedores de ilusiones han inventado supuestamente para combatir la pobreza.
También es buena señal que haya bloqueos, peleas entre pueblos, bandos y grupos que buscan cómo echar más baratijas a la bolsa sin importar el perjuicio del otro. Eso nos hace más bolivianos, más plurinacionales, divididos hasta al cansancio, más odiadores como nos han enseñado los que han estado promoviendo la idea de que la política es sinónimo de guerra, de confrontación y de división.
El Censo importa para los bolivianos que intentan ser serios en este país donde vale todo. También importa para la historia, pues aunque a los tropezones y lleno de chapuzas, quedará un registro para la posteridad y para las futuras generaciones que necesitan mirarse en el espejo y en lo posible aprender de los errores. Está claro que a los gobernantes poco les puede importar. El Censo es otra más de sus paradas en esta borrachera interminable que empezó hace siete años. Es uno más de los prestes del Carnaval que tarde o temprano tiene que terminar.
Nada menos que un gobernador incurre en la incitación al fraude, cuando convoca a los oriundos de su región que viven en otros departamentos y países a retornar a sus lugares de origen, truco que servirá para conseguir ventajas en la distribución de recursos.
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