Nadie puede imaginar qué hubiera sido de Bolivia, si Víctor Paz, Hugo Banzer, Hernán Siles Zuazo y otros caudillos que marcaron la vida del país durante la segunda mitad del Siglo XX no hubieran sido tan longevos. Y estamos hablando apenas de un periodo de la historia política del país, cuya característica principal ha sido la presencia de un caudillismo castrante que impide el pleno desarrollo del sistema democrático.
Este debate surge a raíz del estado de salud del líder venezolano Hugo Chávez, cuya muerte, un hecho que parece ser inminente, corre el riesgo de desencadenar una crisis política sin precedentes en Venezuela por la disputa del poder en el que están incurriendo sus herederos, dos dirigentes que no dan la talla del caudillo, cuyo objetivo era eternizarse en el poder, como si se tratara de un ser inmortal.
En realidad, toda América Latina está marcada hoy por la enfermedad del “prorroguismo”, alentada por caudillos que se constituyen en arma de doble filo, pues por un lado son capaces de mantener cierta dosis de unidad y de estabilidad, pero fundamentalmente, impiden el desarrollo del Estado de Derecho en el que deben ser las instituciones, las leyes y el respeto a éstas las que primen sobre las figuras personales. Con estas experiencias, la ciudadanía está perdiendo décadas de aprendizaje democrático, de una vivencia plena de la convivencia consensuada, porque aparentemente decide ceder parte de su libertad a cambio de dudosas promesas de bienestar.
La mayoría de los caudillos, al menos los que están gobernando ahora, son producto de la situación de bonanza económica que le ha caído de arriba y que les permite dar y repartir a borbotones, comprar y malgastar sin medir las consecuencias futuras. La prioridad es mantenerse en el poder a como dé lugar y para ello no escatiman esfuerzos para apuntalar el aparato represor ante amenazas como las que precisamente está viviendo Venezuela, un país cuya economía ha sido desmantelada y donde la inflación, la devaluación y el desabastecimiento pueden ocasionar un colapso. Todos esos problemas han estado presentes aunque de forma latente en la realidad venezolana, solapados ante la inmensa figura de un caudillo mediático, autoritario y de gran arrastre popular. No hay duda que su ausencia, la impericia de los aprendices de tirano que lo van a suceder y el vacío que sentirá la gente por la partida del salvador, puede desencadenar un cuadro lamentable en el país caribeño.
La realidad boliviana ha sido marcada por la inestabilidad durante 180 años y la medida para remediarlo fue siempre el apuntalamiento de figuras caudillistas que simplemente fueron paliativos al problema estructural. Hoy, el “proceso de cambio” se ufana de estar aproximándose al tiempo récord de permanencia de un caudillo en el poder ¿pero a qué costo? Lamentablemente no hemos podido avanzar en materia de justicia, del imperio de la ley de progreso democrático y tampoco se han dado pasos importantes en la respuesta a los grandes problemas y desafíos nacionales. Estamos ante un caudillo que, de la misma forma que ocurre en Venezuela, no tiene sucesores, un hombre que no puede morirse, como Chávez, algo que suena surrealista y peligroso.
Este debate surge a raíz del estado de salud del líder venezolano Hugo Chávez, cuya muerte, un hecho que parece ser inminente, corre el riesgo de desencadenar una crisis política sin precedentes en Venezuela por la disputa del poder en el que están incurriendo sus herederos, dos dirigentes que no dan la talla del caudillo, cuyo objetivo era eternizarse en el poder, como si se tratara de un ser inmortal.
En realidad, toda América Latina está marcada hoy por la enfermedad del “prorroguismo”, alentada por caudillos que se constituyen en arma de doble filo, pues por un lado son capaces de mantener cierta dosis de unidad y de estabilidad, pero fundamentalmente, impiden el desarrollo del Estado de Derecho en el que deben ser las instituciones, las leyes y el respeto a éstas las que primen sobre las figuras personales. Con estas experiencias, la ciudadanía está perdiendo décadas de aprendizaje democrático, de una vivencia plena de la convivencia consensuada, porque aparentemente decide ceder parte de su libertad a cambio de dudosas promesas de bienestar.
La mayoría de los caudillos, al menos los que están gobernando ahora, son producto de la situación de bonanza económica que le ha caído de arriba y que les permite dar y repartir a borbotones, comprar y malgastar sin medir las consecuencias futuras. La prioridad es mantenerse en el poder a como dé lugar y para ello no escatiman esfuerzos para apuntalar el aparato represor ante amenazas como las que precisamente está viviendo Venezuela, un país cuya economía ha sido desmantelada y donde la inflación, la devaluación y el desabastecimiento pueden ocasionar un colapso. Todos esos problemas han estado presentes aunque de forma latente en la realidad venezolana, solapados ante la inmensa figura de un caudillo mediático, autoritario y de gran arrastre popular. No hay duda que su ausencia, la impericia de los aprendices de tirano que lo van a suceder y el vacío que sentirá la gente por la partida del salvador, puede desencadenar un cuadro lamentable en el país caribeño.
La realidad boliviana ha sido marcada por la inestabilidad durante 180 años y la medida para remediarlo fue siempre el apuntalamiento de figuras caudillistas que simplemente fueron paliativos al problema estructural. Hoy, el “proceso de cambio” se ufana de estar aproximándose al tiempo récord de permanencia de un caudillo en el poder ¿pero a qué costo? Lamentablemente no hemos podido avanzar en materia de justicia, del imperio de la ley de progreso democrático y tampoco se han dado pasos importantes en la respuesta a los grandes problemas y desafíos nacionales. Estamos ante un caudillo que, de la misma forma que ocurre en Venezuela, no tiene sucesores, un hombre que no puede morirse, como Chávez, algo que suena surrealista y peligroso.
La ciudadanía está perdiendo décadas de aprendizaje democrático, de una vivencia plena de la convivencia consensuada, porque aparentemente decide ceder parte de su libertad a cambio de dudosas promesas de bienestar.
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