El adulo es malo, no solo porque envanece, sino porque casi siempre es una soberana mentira. Hace unos días estuvo el expresidente Lula da Silva en Bolivia, aquel que había llamado a Evo Morales “el Mandela boliviano” y que colmó de elogios al “proceso de cambio”, afirmando que nuestro país nunca había estado mejor gracias a la conducción del MAS.
Lo dijo el hombre que se creyó el cuento de que él había sido el artífice del “milagro brasileño”, cuando en realidad fue el conductor del gobierno más corrupto del que se tenga memoria en Brasil y que aquello de la “potencia mundial”, no fue más que un espejismo que se creyeron todos, incluyendo el presidente Barack Obama, quien se declaró admirador de Lula, hecho que no le sirvió para evitar que más tarde el mandatario sudamericano ande en coqueteos con Irán y las amenazas de incursionar en la energía nuclear.
Nunca como en los meses previos al Mundial de fútbol se ha podido comprobar la gran falacia de un país que hace unos años parecía dispuesto a tragarse el mundo y que hoy debe lidiar con una inmensa deuda interna materializada en miseria, corrupción, racismo, hambre y todos los males estructurales típicos de una nación subdesarrollada, que lamentablemente y tal como le ha ocurrido a casi todos los países que abrazaron el populismo en la región, no han aprovechado como debían la mejor época de vacas gordas que hayan vivido en la historia.
La ola de protestas sociales que se mantiene desde hace un año y que la euforia mundialista no ha podido esconder, ha puesto en evidencia la realidad de una economía con escaso crecimiento, con inflación y alta presión fiscal ocasionada por el impresionante gasto superfluo, el derroche y la malversación, problemas que la presidente Dilma Rousseff pudo atenuar pero no controlar por el peso de su partido el PT, una organización altamente corrompida.
La economía brasileña se encuentra prácticamente estancada desde hace cinco años y con pésimos pronósticos de recuperación, con un nivel de crecimiento que no pasará del dos por ciento. El país necesita con urgencia reducir la inflación y aligerar la carga fiscal que representa casi el 40 por ciento del PIB.
¿Qué pasó con Brasil? Cuando llegó Lula al poder en el 2003, su predecesor Fernando Henrique Cardoso había dejado un país en orden, con las reformas correctas que permitieron un periodo de crecimiento que fue motivo de muchos elogios. El problema es que el consenso logrado sobre la gestión de la economía y la necesidad de incentivar la productividad se fue diluyendo en medio de los escándalos y el vedetismo del mandatario que intentó lanzarse como un líder de talla mundial, con la cintura para interferir en conflictos internacionales.
Y lo peor es que en Brasil, que ahora debe estar lamentándose por inflar tanto el pecho, no solo tiene que pasar el Mundial, sino que se vienen las Olimpiadas del 2016, evento que no les dejará tiempo para atender ni lo urgente y menos lo importante.
Un experto brasileño consultado recientemente dijo que en realidad Brasil nunca estuvo realmente bien y que lo de “potencia”, “milagro” y demás fue nada más que una imagen for export que se creyeron los extranjeros. Más o menos como ocurre con Bolivia, blanco de adulos y gestos de admiración que muchos no consiguen entender. Ojalá no se pinche la burbuja.
Lo dijo el hombre que se creyó el cuento de que él había sido el artífice del “milagro brasileño”, cuando en realidad fue el conductor del gobierno más corrupto del que se tenga memoria en Brasil y que aquello de la “potencia mundial”, no fue más que un espejismo que se creyeron todos, incluyendo el presidente Barack Obama, quien se declaró admirador de Lula, hecho que no le sirvió para evitar que más tarde el mandatario sudamericano ande en coqueteos con Irán y las amenazas de incursionar en la energía nuclear.
Nunca como en los meses previos al Mundial de fútbol se ha podido comprobar la gran falacia de un país que hace unos años parecía dispuesto a tragarse el mundo y que hoy debe lidiar con una inmensa deuda interna materializada en miseria, corrupción, racismo, hambre y todos los males estructurales típicos de una nación subdesarrollada, que lamentablemente y tal como le ha ocurrido a casi todos los países que abrazaron el populismo en la región, no han aprovechado como debían la mejor época de vacas gordas que hayan vivido en la historia.
La ola de protestas sociales que se mantiene desde hace un año y que la euforia mundialista no ha podido esconder, ha puesto en evidencia la realidad de una economía con escaso crecimiento, con inflación y alta presión fiscal ocasionada por el impresionante gasto superfluo, el derroche y la malversación, problemas que la presidente Dilma Rousseff pudo atenuar pero no controlar por el peso de su partido el PT, una organización altamente corrompida.
La economía brasileña se encuentra prácticamente estancada desde hace cinco años y con pésimos pronósticos de recuperación, con un nivel de crecimiento que no pasará del dos por ciento. El país necesita con urgencia reducir la inflación y aligerar la carga fiscal que representa casi el 40 por ciento del PIB.
¿Qué pasó con Brasil? Cuando llegó Lula al poder en el 2003, su predecesor Fernando Henrique Cardoso había dejado un país en orden, con las reformas correctas que permitieron un periodo de crecimiento que fue motivo de muchos elogios. El problema es que el consenso logrado sobre la gestión de la economía y la necesidad de incentivar la productividad se fue diluyendo en medio de los escándalos y el vedetismo del mandatario que intentó lanzarse como un líder de talla mundial, con la cintura para interferir en conflictos internacionales.
Y lo peor es que en Brasil, que ahora debe estar lamentándose por inflar tanto el pecho, no solo tiene que pasar el Mundial, sino que se vienen las Olimpiadas del 2016, evento que no les dejará tiempo para atender ni lo urgente y menos lo importante.
Un experto brasileño consultado recientemente dijo que en realidad Brasil nunca estuvo realmente bien y que lo de “potencia”, “milagro” y demás fue nada más que una imagen for export que se creyeron los extranjeros. Más o menos como ocurre con Bolivia, blanco de adulos y gestos de admiración que muchos no consiguen entender. Ojalá no se pinche la burbuja.
La economía brasileña se encuentra prácticamente estancada desde hace cinco años y con pésimos pronósticos de recuperación, con un nivel de crecimiento que no pasará del dos por ciento. El país necesita con urgencia reducir la inflación y aligerar la carga fiscal que representa casi el 40 por ciento del PIB.
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