Me entristeció el fallecimiento de Cesária Évora hace dos días. Artista de humilde origen crecida a diva por méritos artísticos y un particular estilo que puso a su isla madre, Sao Vicente (Cabo Verde), en el panorama musical del mundo. Recordada sea.
Pero esta noche una alegría iluminó la tristeza, demostrando que la muerte es paradójica, que dispensa pena y contento por igual. Nadie se alegró por la muerte de la gran cantante negra, pero muchísimos festejamos el fin del tirano feo, Kim Jong Il, de Corea del Norte, a causa de sospechosa “fatiga física”. Como fuere, fatigado o asesinado, nos libramos de la detestable y criminal figura de este individuo que tiene al hacendoso e industrial pueblo coreano comiendo raíces por décadas. Lo sigue de seguro su hijo, lombrosiano como el padre, y hay temor por lo que pudiere hacer. Pero confiemos en que el aura de su padre y abuelo no lo sigan y que algunos, o alguien, sean expeditivos con él. Saben a qué me refiero.
Funcionarios culturales cubanos me contaban en La Habana sus experiencias de Corea del Norte, la pesadez de ser constantemente observado, el espionaje y la denuncia como modo de vida. Hubo un episodio risible, en el cual un estudiante isleño, apurado por necesidades físicas, tropezó con el problema de falta de papel higiénico. Agarró lo que tenía a mano, un diario oficial, y se limpió el culo con el rostro del tirano. A tanto llegaba el control que se armó la grande. Los esbirros del régimen revisaban incluso los desechos y encontraron la mancillada fotografía del líder, evidencia presentada en contra del transgresor que no había respetado lo sacrosanto de Kim Jong Il. Minuciosidad comunista.
Dejemos la escatología de lado para pasar a la afrenta que significan estas dinastías de la izquierda, iguales o peores que las de derecha y monárquicas porque se basan sobre la mentira de defensa del pobre. Un amigo periodista apuesta en Facebook en quién será el primero en comparar a Morales y Correa con el coreano. ¿Para qué? Sobran las comparaciones. Tres andróginos que sueñan, o soñaron, con eternidad, como aquel al que pronto arrastrará la muerte de los pies, el bufón de Venezuela, quien por más que se cubra de mantones de virgen y brujerías caribes ya huele a estiércol.
Nadie es imprescindible, y nadie debe quedarse en el poder más que el limitado mandato que por votación se le asigne. Si se da el caso de haberse hecho del poder por revolución o golpe, no significa que por ello deba eternizarse en el trono, y menos fundar dinastías donde la familia se adueña del bien colectivo. El que lo hace es tirano, y a juicio de San Agustín es legítimo deshacerse de él. Con la muerte de la cosilla esta que torturó a Corea del Norte, se abre la posibilidad de cortar por lo sano y mandar al heredero a trabajar (recuérdese el filme El último emperador), o mandarlo a mejor vida, que es cruel manera de decir lo contrario.
Mal les pese a algunos, también le llegará el tiempo a Latinoamérica. Ya basta del experimento popular entre comillas que embobó a intelectuales de izquierda y supo arrear la recua como cualquier patrón. No implica echarse de nuevo en las faldas de la estúpida política exterior norteamericana, pero tampoco caer en la fábula de navidades coqueras, con panetón de coca y una élite embolsillándose los réditos de haber vendido y destrozado al país. Basta de lloriqueos de la Fernández, heredera de ladrón notable, que va preparando el terreno para que la suceda su hijito, fundador de la Cámpora, fraudulento y vil como resultaron todos estos experimentados delincuentes que al término revolución le pusieron significado de robo.
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