Mientras más bulla hace el Gobierno en la supuesta lucha por la transparencia, menos se avanza en la guerra la corrupción y eso lo demuestran no sólo los hechos que se descubren periódicamente en la administración pública nacional, sino también los índices y encuestas que realizan diversas organizaciones como Transparencia Internacional, que acaba de colocar a Bolivia entre los cuatro países más corruptos de América del Sur, pegado a Ecuador, Paraguay y Venezuela.
Este ranking recientemente difundido en Alemania, ha observado el retroceso de Bolivia en el último año, al pasar del puesto 110 al 118, entre 182 países analizados.
Estos son indicadores claros de que la guerra que supuestamente lleva adelante el Estado Plurinacional, a través de un ministerio especial, ha sido muy mal encaminada. No sólo se ha concentrado exclusivamente en los hechos del pasado, con fines netamente políticos, sino que coloca la lupa en los casos que tienen que ver con la oposición, lo que ha convertido a la cartera en cuestión en el arma perfecta para la persecución y la defenestración de los liderazgos disidentes.
Es verdad que se han denunciado y procesado numerosos hechos surgidos en la administración oficialista, pero precisamente éstos se han dado por una suerte de desborde de las irregularidades cometidas en un contexto de anomia, de irrespeto absoluto a los procedimientos administrativos y de desplome total de la institucionalización.
El Gobierno de Evo Morales intentó convencer a todos que la lucha contra la corrupción era una cuestión de clase y constantemente ha repetido que la gente que lo acompaña, en su mayoría dirigentes de organizaciones sociales, campesinas y sindicales, es honesta e incapaz de robar. Los hechos han demostrado que la corrupción no distingue raza, color de piel ni condición económica y que mientras el Estado tome los recaudos legales y administrativos, y siga conduciendo el país en función del padrinazgo político, la prebenda y el clientelismo, el país no podrá salir del pozo en el que se encuentra, que además le ocasiona pérdidas económicas impresionantes.
El ejemplo debería partir del presidente Morales. Hasta ahora nadie sabe cuáles fueron los procedimientos que se siguieron para la compra del lujoso avión Falcon que demandó una erogación de casi 40 millones de dólares. No hubo licitación, no se sabe quién y en base a qué parámetros se tomó la decisión y todo indica que se trató de un impulso, de una orden al típico estilo caudillista que lamentablemente nos está conduciendo a un despilfarro descomunal de los recursos públicos que, como contraparte, ayudan a profundizar la miseria en el país. La carretera que pretende partir el Tipnis en dos y que tiene tan enfrascado al primer mandatario. Ese es otro ejemplo de la discrecionalidad con la que se manejan los asuntos que merecen mayor transparencia. Son cientos de millones de dólares en juego y nadie sabe cómo ha sido manejado. Obedecer al pueblo es ante todo, rendirle cuentas, en eso radica la soberanía de la población.
Todo esto es el resultado de la excesiva acumulación de poder en manos de un solo grupo. No hay control, no existe contrapeso, las cosas se manejan con excesivo verticalismo y de esta forma la degeneración de la democracia termina volcándose hacia niveles intolerables de corrupción. Prueba de ellos es que otros países que atraviesan por procesos políticos similares el de Bolivia, como Venezuela y Ecuador, figuran entre los más corruptos del mundo.
No hay control, no existe contrapeso, las cosas se manejan con excesivo verticalismo y así la degeneración de la democracia termina volcándose a niveles intolerables.
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