Hace varios años se suscitó una controversia en la carrera de Física de la UMSA acerca del trato privilegiado que se pretendía dar a los estudiantes aplazados que estuvieran en condición de pobreza. Algunos colegas sostenían que había que rebajarles la nota mínima de aprobación en segundos turnos para compensar las desventajas de la pobreza, las cuales consistían en llegar tarde a las clases, debido a la distancia de sus domicilios, en estar mal alimentados y en carecer de libros. En suma, se proponía una especie de “subsidio” a las notas en razón de la pobreza. La controversia se resolvió finalmente con el argumento de que la obligación de la universidad era tratar de reducir las desventajas pero no asumirlas para perpetuar la discriminación.

¿Acaso porque soy pobre debo ser un profesional de segunda?
Hace pocos días unos asambleístas trataron de zanjar la polémica surgida por algunas ridículas preguntas del examen de selección de magistrados con la aseveración de que “ése es el nivel profesional de nuestro medio”. Por suerte nadie dijo, como un político de otros lares: ¿“acaso soy homo sapiens” para que se me exija semejante nivel de conocimiento? Otra vez, la pobreza, intelectual o formativa, es tomada como pretexto para justificar la mediocridad profesional.

La pobreza es también una de las nuevas causales del aborto impune porque, supuestamente, impediría a la madre criar el fruto de su embarazo. En realidad no es más que un pretexto para despenalizar un delito contra la vida, especialmente cuando existen alternativas viables al aborto. ¿Acaso porque soy pobre no tengo derecho a vivir?

Hay otra forma que ha encontrado el actual Gobierno para atender equivocadamente a la pobreza: es la “tarifa dignidad”. Su justificación es grosso modo la siguiente: como son pobres y no pueden pagar la tarifa eléctrica normal, creamos para ellos una categoría especial que les permita pagar menos a condición de que consuman lo mínimo, sacrificando sus necesidades básicas de energía. ¿Acaso porque soy pobre estoy impedido de acceder a la energía necesaria para vivir dignamente?

Un ejemplo más tiene que ver con la educación y la salud, donde lo barato, “porque son pobres”, viene casado con la baja calidad del servicio y el trato humillante en la atención. La tan cacareada “inclusión”, un logro muy valorado por el actual Gobierno, es, a toda vista, una inserción más ideológica que real. En la práctica, la única movilidad social ha sido la de los clanes corporativos, legales y no.

Un último caso reciente es la controversia en torno a la estética del “falacio”, como ha sido bautizado en las Redes el rascacielos presidencial. En respuesta a la crítica generalizada de expertos en urbanismo, el actual Vicepresidente ha salido a reivindicar una estética antirepublicana y anticolonial, pero, curiosamente, sus referentes son sólo pensadores europeos. Si el Vice hubiese consultado la opinión de paceños de a pie, se daría cuenta de que muy pocos se identificarían con sus gustos estéticos condicionados por la ideología. Pasa con la estética urbana lo mismo que con la ética social: es estadística (la mayoría manda) y evolutiva (el mestizaje es un hecho innegable, particularmente en lo artístico). ¿Acaso porque soy pobre no puedo tener un gusto estético universal?

En otro ámbito, la expresión evangélica “pobres de espíritu” (en hebreo, “anawines”) tiene una connotación a la vez socio-económica y existencial: son los fieles que, en medio de las dificultades propias de la existencia, depositan su confianza en el Señor y, sin resignarse ante su condición presente, luchan con la dignidad de quien se sabe acompañado y amado.  ¿Acaso porque soy pobre no puedo ser feliz?
 
El autor es físico y analista.