Lula: crónica de una muerte anunciada
La condena que remite al ex presidente Lula Da Silva por nueve años y medio a una prisión acusado de haberse beneficia de un inmueble de forma ilícita, es solo la consecuencia natural de un proceso que nunca tuvo la posibilidad histórica que en apariencia ostentaba. No interesa si la condena es por equis o zeta motivos, lo que importa notar es que constituye el resultado, el producto natural de un tipo de régimen y una forma de hacer política que solo puede subsistir en base a la explotación de la subjetividad de los pobres, de los excluidos, de las etnias o de cualquier forma que marca una diferencia en la sociedad, articulada en un discurso engañoso, característico del populismo tanto de derecha como de izquierda.
La asunción y la caída de los regímenes de este tipo parecen mostrar un patrón definido; todos suben como consecuencia de una crisis de representatividad en los marcos de la democracia republicana, y todos caen por corruptos.
Sobreviven en base a una estrategia de polarización social y un metódico esfuerzo por des-institucionalizar las bases de la democracia representativa.
Al mismo tiempo y como es natural, todos arrasan las sociedades pero generan procesos de transformación que era imprescindible ejecutar. Esas son las dos caras de la moneda, y eso explica por qué a pesar de todo, cuentan con un contingente nada despreciable de adeptos.
Lo de Lula es eso. Un final desastroso nacido en las entrañas de una manera de hacer política basada en el discurso fácil, el derroche demagógico y la explotación de la subjetividad de los más pobres. Su éxito se aseguraba momentáneamente porque contaba con una base económica inédita en el continente. Pero por mucho dinero que circule, se regale, se distribuya o se corrompa, los discursos que se arman como un rosario de falacias terminan develando la debilidad del orden populista. Ese curioso movimiento en espiral por el que los “grandes” líderes populistas terminan presos de sus propios espejismos, de sus propias mentiras, de su inconmensurable demagogia estéril y corrupta se refleja ahora en Lula, que es la forma viviente de una factura que se paga cuando el gobierno se transforma en un simulacro ininterrumpido.
La asunción y la caída de los regímenes de este tipo parecen mostrar un patrón definido; todos suben como consecuencia de una crisis de representatividad en los marcos de la democracia republicana, y todos caen por corruptos.
Sobreviven en base a una estrategia de polarización social y un metódico esfuerzo por des-institucionalizar las bases de la democracia representativa.
Al mismo tiempo y como es natural, todos arrasan las sociedades pero generan procesos de transformación que era imprescindible ejecutar. Esas son las dos caras de la moneda, y eso explica por qué a pesar de todo, cuentan con un contingente nada despreciable de adeptos.
Lo de Lula es eso. Un final desastroso nacido en las entrañas de una manera de hacer política basada en el discurso fácil, el derroche demagógico y la explotación de la subjetividad de los más pobres. Su éxito se aseguraba momentáneamente porque contaba con una base económica inédita en el continente. Pero por mucho dinero que circule, se regale, se distribuya o se corrompa, los discursos que se arman como un rosario de falacias terminan develando la debilidad del orden populista. Ese curioso movimiento en espiral por el que los “grandes” líderes populistas terminan presos de sus propios espejismos, de sus propias mentiras, de su inconmensurable demagogia estéril y corrupta se refleja ahora en Lula, que es la forma viviente de una factura que se paga cuando el gobierno se transforma en un simulacro ininterrumpido.
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