Si Franz Kafka hubiera vivido en Bolivia, habría escrito su obra cumbre. El círculo perverso policía-justicia-sistema carcelario, superaría sus sueños de vívidas experiencias verdaderamente...kafkianas.
Se han realizado documentales, escrito libros, artículos e incluso, en algunas reseñas de información turística que circulan por el mundo, se menciona este laberinto infernal, único en el mundo por sus extraños componentes. El caso Jacob Ostreicher que seguro llegará al cine, ha puesto bajo el escrudiño del mundo lo surrealista de nuestro sistema.
Es obvio que con honrosas excepciones, los policías como parte de una institución fundamental del Estado, tienen su reputación por los suelos. Hace unos días y como ejemplo, pudimos observar cómo dos turistas extranjeros que circulaban por las carreteras del país, eran detenidos -dos veces- con argumentos de puro abuso y extorsión. Son constantes las denuncias por las que sólo se diferencia al delincuente del policía, por quién hace uso del uniforme.
El privado de libertad, ingresa sin sospechar qué tanto-o tan poco- puede esperar de la justicia. Es casi una ruleta rusa. Puede que permanezca por años sin siquiera enfrentar un proceso o, si el azar lo favorece, un juez, que no se sabe si por benevolente, por descuidado o por haragán, lo devuelve a la calle sin mayores miramientos.
Tenemos una inmensa población carcelaria que convive y socializa. Como pueden pasar años, a veces décadas, la cárcel se convierte en su hogar. En realidad no son cárceles en la acepción estricta de la palabra. Son minúsculas ciudades donde existen tiendas de abarrotes, comedores y campeonatos deportivos. Se celebran cumpleaños con servicio contratado desde el exterior y está dividido en sectores a modo de barrios, donde los recursos económicos son un factor fundamental para acceder a mejores condiciones de alojamiento, trato y alimentación.
Y son escasas las situaciones de violencia considerando el horrible hacinamiento. Muchos reos comparten su ínfimo espacio con su pareja, quien usualmente sale a trabajar, o a veces, es el padre (el único privado de libertad en realidad) quien debe cuidar solo a uno, dos o más niños que no tienen más alternativa que vivir con él en el penal. Al exponer esta arista -única en el mundo- nadie puede condenar del todo, este sui géneris sistema carcelario. Nunca tan lacerante la ausencia de Estado.
Por una circunstancia especial, visité una cárcel en las afueras de Tokio en el Japón. Las gestiones para lograr el excepcional permiso para interesarme por un compatriota, tomó diez meses de nutridas notas y rogativas. Las diferencias son tan abismales, que se convirtió en una experiencia inolvidable que aún años después, es motivo de honda reflexión. Y de genuina opresión.
Imposible poder discernir cuál de los sistemas es el correcto. La disciplina, la limpieza y la rigidez de la cárcel japonesa, era sobrecogedora. En ambientes tan asépticos como un hospital (de hecho cuentan con un quirófano increíblemente bien equipado), el silencio y prohibición de cualquier clase de entretenimiento es absoluta. Los presos en impecables uniformes, sólo disfrutan los domingos de sesenta minutos para no hacer nada y recibir el sol. Pulcros y perfectamente equipados talleres para diversos trabajos al que todos los internos son asignados y por cuyo trabajo se les remunera al valor del mercado laboral de los libres, es el ahorro que tendrán a su salida. Las visitas de familiares en primer grado exclusivamente, sin la posibilidad siquiera de tomar una mano, es a través de un grueso vidrio y por quince minutos al mes sin importar que eso signifique o el abandono o miles de dólares para recorrer inmensas distancias cuando se trata de un extranjero. Hasta en el aire se percibe lo deshumanizado de un sistema perfecto, pero tan infernal como el nuestro.
Libros o cartas son minuciosamente escudriñados en su texto, incluso traducidos antes de ser entregados al destinatario. Ante la cercanía del invierno, chompa, guantes y bufanda de boliviana alpaca, no fueron admitidos. Todos sabemos que los bolivianos estando lejos, desarrollamos un fuerte apego emocional a los sabores que nos son familiares. Ni una pequeña bolsita fue autorizada. Imposible no sentir una honda opresión por la soledad, la frialdad y la rigidez de ese sistema que sin embargo, se supone es el concepto correcto de castigo por una falta cometida hacia la sociedad a tiempo de perseguir la reinserción y donde convierten extremadamente improbable la reincidencia.
Dos personas han fallecido de meningitis en el penal de San Pedro. El debate está centrado si los doscientos cincuenta niños libres pero presos, deberían ser alejados del insalubre ambiente hasta que se supere la emergencia. En principio, nunca debieron estar allí. Pero, ¿no es suficientemente dura su realidad como para alejarlos de su mundo conocido y su única noción de familia? Pero, ¿es racional exponerlos a la mortal enfermedad? Ni los niños ni los padres aceptan la separación. Y esta es una realidad que desnuda mucho más que una simple coyuntura.
La entrañable y extraña humanidad de nuestras cárceles que nos enfrenta a una situación tan cruel, hace anhelar, que todo esto, no sea más que el mal sueño de un atormentado novelista.
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