No conozco mejor definición de la libertad de expresión que aquella enunciada por el novelista británico Eric Blair, alias George Orwell, quien decía que “Si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír”.
Orwell practicó lo que predicaba y a lo largo de su vida le dijo lo que no querían oír a los partidarios del totalitarismo nazi y del estalinista por igual.
En su distopía 1984 describía un “Ministerio de la Verdad”, nombre irónico que designaba a una oficina encargada de la manipulación y distorsión de los hechos históricos, entidad que bien podríamos imaginar funcionando en tiempos y espacios más cercanos.
La noción de la libertad de expresión como el derecho a decir lo que los demás no quieren oír me parece una verdadera piedra de toque, un termómetro para medir el talante democrático o autoritario de los jefes de Estado.
Los primeros son aquellos para los cuales la crítica forma parte de las reglas de juego normales y no se molestan por los cuestionamientos, e incluso los toman como aporte para la corrección de errores.
En el segundo grupo encontramos a los gobernantes que reaccionan con violencia frente a la disidencia, ya sea mediante la descalificación, las represalias o el intento de imponer distintos mecanismos de amordazamiento.
Por supuesto, la intolerancia hacia lo que no se quiere oír puede darse en muchos ámbitos de poder, pequeños o grandes, pero la historia nos enseña que son los Estados nacionales y sus gobiernos los que han representado la más seria amenaza hacia la libre expresión.
De ahí que la concepción de gobierno limitado sea la que mejor garantiza el ejercicio de esa y otras libertades fundamentales.
En tiempos en que vuelve a plantearse la expansión del Estado a costa de los derechos individuales, no está de más recordar estas realidades.
Decir lo que el poder no quiere oír es y será función esencial del intelectual, aunque nunca faltarán quienes claudiquen en función de privilegios y canonjías.
Habrá que persistir y prevalecer, aunque eso implique ser la voz que clama en el desierto, hasta que las sombras del liberticidio se disipen, como es su destino inexorable.
Tal vez porque, recordando a Edmund Burke, “lo único necesario para que el mal triunfe es que los buenos no hagan nada”.
*Escritor y ensayista político. Premio Municipal de Literatura de Montevideo (Uruguay) y Premio Nacional de Literatura “Santa Cruz de la Sierra”. Su libro “Ciudadano X” encabezó las listas de ventas nacionales en Bolivia. Ex vicepresidente del PEN Santa Cruz.
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