Es tan grave el peligro que se cierne sobre Cochabamba que nada justifica que sigamos eludiéndolo. Urge, como primer paso, revisar el orden de nuestras prioridades y darle a la falta de agua la importancia que merece
“Los campesinos están en pie de guerra”. Con tan breve como elocuente frase, el gerente del Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado (Semapa), ha descrito el estado de ánimo imperante entre quienes viven y cultivan la tierra en la ladera sur de la cordillera del Tunari, la que limita con la conurbación urbana cochabambina.
No son ninguna exageración esas palabras, pues no hay manera más cabal de referirse al estado de apronte en que se han puesto los campesinos que se niegan a compartir “sus” aguas con los habitantes de la ciudad. Y tampoco es exagerada la preocupación que esa actitud provoca, pues sin esas aguas no habrá manera de afrontar la época de estiaje que está recién iniciándose.
El asunto, grave de por sí por los extremos a los que puede llegar el conflicto de intereses, lo es mucho más si se considera que desde hace 16 años, cuando se produjo la tristemente célebre “Guerra del Agua”, se ha arraigado la idea de que el agua pertenece a los pueblos “indígena, originarios, campesinos” y que nadie se la puede expropiar. Es sobre esa idea que se ha construido gran parte de la matriz ideológica actualmente dominante y ante ella no hay argumento que valga.
Los enormes peligros que ese conflicto de intereses entraña ya se los veía venir hace mucho tiempo. Cabe recordar al respecto que ya en la década de los 90 se produjeron las primeras batallas de la “Guerra del Agua”, cuando campesinos y vecinos de diferentes zonas de los alrededores de la ciudad se opusieron violentamente a la perforación de pozos profundos.
Son tantos los antecedentes del tema que no resulta novedoso el peligro que ahora se advierte. Lo nuevo es que según todas las previsiones, la brecha que separa la demanda de agua de la disponibilidad de ella nunca había sido tan grande como la que ya se avizora para el resto del año.
Esa brecha se debe en gran medida a lo pocas que fueron las lluvias durante los últimos meses, pero también a otros factores como la impermeabilización de los suelos de la zona de recarga por efecto del avance de la mancha urbana sobre el Parque Tunari, lo que ocasiona la pérdida de los acuíferos subterráneos, otra de las principales fuentes de abastecimiento de agua.
A ello se suma, por supuesto, la pésima manera como durante los últimos años se ha afrontado el problema del agua en Cochabamba. Cabe recordar al respecto que 16 años han pasado de la malhadada “Guerra del Agua” y mientras el proyecto Misicuni sigue sin ser más que una muy remota esperanza, nada se ha hecho para buscar fuentes alternativas y evitar los extremos a los que estamos a punto de llegar.
Una pequeña muestra de la irresponsabilidad con que el problema ha sido y sigue siendo abordado --eludido, más bien-- es que el presupuesto con que Semapa cuenta para afrontar el estado de emergencia es de sólo 4,5 millones de bolivianos (menos de 700 mil dólares). Una insignificancia si se compara ese monto con la magnitud del desafío o con los 400 millones de dólares que se pretende destinar a la construcción de un estadio, una villa olímpica y unos cuantos pequeños escenarios deportivos para que Cochabamba sea sede, durante 15 días, de los XVIII Juegos Deportivos Sudamericanos.
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