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miércoles, 31 de marzo de 2010

nos cuenta el autor el ingreso de Jesús a Jerusalén y nos pide comparar con lo que pasa en Bolivia a ésta hora de traiciones e infamilia

José Gramunt de Moragas • S.J. - Imaginemos que estamos en la ciudad santa de Jerusalén. Desde hace mucho tiempo, el pueblo de Israel espera la venida del Mesías, el Hijo de Dios. ¡Ya llegó! anuncia una abigarrada multitud, subiendo a la ciudad Santa. Agitan palmas y ramas para honrar a Jesús. No cabalga un vigoroso corcel sino un borrico, recién esquilado y de color indefinido. Desde que vino al mundo en un portal de Belén, Jesús ejercitó y predicó la humildad y la sencillez frente a la soberbia del poder.
Jesús frente a la autoridad religiosa. Caifás era el sumo sacerdote. Judas ya le había dado a Jesús el beso, como señal para que los sayones lo prendieran. Y lo prendieron. Y lo llevaron ante el sumo sacerdote y su sanedrín. Frente a ellos, Jesús, sólo, extenuado, maniatado. Pero de pie. Su túnica, humedecida por el sudor teñido de sangre derramada durante las horas de angustiosa oración en el Huerto de los Olivos. “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” “Pero no se haga mi voluntad si no la tuya”. Caifás ensoberbecido por el poder, aunque inseguro de sí mismo porque sabe –pero no lo quisiera saber– que tiene enfrente al verdadero Mesías prometido, conjura a Jesús para que confiese si él es el Cristo, el Hijo de Dios. Si lo afirma, será acusado de blasfemo. El Maestro, dueño de sí mismo y de la situación que le hostiga, proclama la verdad: “Sí, tú lo has dicho”. ¿Caifás ha ganado? Con un gesto teatral para esconder su hipocresía, rasga sus vestiduras. En ésta como en otras circunstancias, Jesús se niega a responder a las calumnias, falsos testimonios de soplones así como a las presiones y amenazas del poder.
Jesús frente al poder imperial. A pesar de que las denuncias son falsas y ni los acusadores mismos se las creen, llevan a Jesús ante el gobernador romano para que lo juzgue. Pilato no le encuentra materia justiciable y muchos menos, que merezca la muerte, y muerte en una cruz. Pero el gobernador tiene una duda: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” “Sí; tú lo dices”, responde Jesús. El juicio sumarísimo habría terminado si Pilato, pusilánime, supersticioso y hastiado de tantas intrigas, no hubiese remitido al Maestro a Herodes, reyezuelo corrupto y sensual. Pretendía que Jesús realizara algún milagro en su presencia, como un malabarista. Jesús, otra vez de pie, mudo, los brazos caídos bajo la túnica cuyos pliegues diseñan el cuerpo escueto y proporcionado del Nazareno, inclinó la frente para no dirigirle a Herodes la mirada.
Al retorno al palacio de Pilato, éste entrega a Jesús a manos de la canalla. El populacho, previamente instruido por el sanedrín grita la sentencia: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Y lo crucificaron junto a dos ladrones. En lo alto de la cruz. quedó escrito en hebreo, latín y griego el testimonio más trascendente de la historia.”Jesús Nazareno, el Rey de los judíos”. El crucificado y tres días después, resucitado, había ganado para la humanidad la batalla contra los poderes mundanales del mal.

Post data. Ya estaba por enviar este comentario al periódico cuanto el fiscal Félix Peralta denunció al Cardenal de haber recibido dinero de los gastos reservados. El ilustrado lector podrá identificar a cuál de los interrogatorios hechos a Jesús se parece más a la denuncia del fiscal.
(El autor)

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