Si en verdad se quiere superar el colapso del sistema judicial, se debe recurrir a personalidades de reconocido prestigio académico y moral, universidades y organizaciones de la sociedad (y no sólo adherentes al Gobierno)
Una de las críticas que se ha hecho desde los inicios de la ascensión al poder del presidente Evo Morales es que se ha atacado y desestructurado la precaria institucionalidad democrática, que desde 1982 se fue construyendo en el país, sin ofrecer una alternativa viable que evite llegar a la situación actual en la que, para decirlo en pocas palabras, no hay una estructura institucional que funcione en forma correcta. Obviamente, esta anomalía permite que la arbitrariedad y la improvisación reinen, y se adopten decisiones al calor de entusiasmos pasajeros. Además, si lo que se decide se vuelve muy difícil de ejecutar, se promulgan disposiciones inconstitucionales y difíciles de concordar con el marco jurídico vigente.
Un ejemplo de esta forma de actuar es lo que se ha hecho –y dejado de hacer– en el Órgano Judicial, el Tribunal Constitucional Plurinacional y el Ministerio Público, que han llegado a tales extremos de crisis que el propio Primer Mandatario ha decidido convocar a una “cumbre” para debatir sobre una reforma del sistema judicial y, de esa manera, recuperar la confianza de la gente, requisito sine qua non para la pacífica convivencia ciudadana.
Sería un grueso error afirmar que la administración de justicia en el país era, hasta 2006, buena. De hecho, muchas de las reformas introducidas para mejorarla desde la recuperación del sistema democrático alcanzaron pleno éxito, pero siempre fueron insuficientes y el estamento político-partidario no dejaba de ejercer presión sobre ella. Así, los avances dados con la reforma constitucional de 1994 y la conformación, en 1998, de la Corte Suprema de Justicia y el Tribunal Constitucional con reconocidas personalidades del foro, tuvieron la desventaja de contar con un Consejo de la Magistratura parcelado entre las mayorías políticas de entonces y, en el ocaso de ese sistema en 2002, volvieron a hacer prevalecer el interés político antes que el meritocrático.
Con la reforma constitucional de 2009, esta tendencia se ha consolidado. Pese a las advertencias que desde diferentes sectores se hizo a las autoridades sobre que con la elección de jueces y magistrados, y, sobre todo, el proceso seguido para ello, no sólo eran un disfraz de la influencia partidaria, sino que profundizaban los problemas heredados.
La experiencia vivida desde entonces ha confirmado esas advertencias, al punto que el Primer Mandatario, si bien sin asumir responsabilidades propias, reconoce el fracaso y la necesidad de dar un nuevo rumbo a la administración de justicia.
A ello se debe agregar la situación del Ministerio Público que opera con gran negligencia y, por manoseo partidario, se ha convertido, lamentablemente, en un instrumento de extorsión al servicio de corrientes del oficialismo y otros grupos de poder.
El desafío, en consecuencia, es impulsar un proceso de reflexión y acción en el que participen personalidades de reconocido prestigio académico y moral, universidades y organizaciones de la sociedad (y no sólo adherentes al Gobierno). Es decir, que esta tarea no sea asumida nuevamente por gente que (como sucedió en la Asamblea Constituyente) sólo aspira a manejar la administración de justicia en su propio beneficio.
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