Cuando un Senador desubicado propuso que las mujeres que usaran minifalda, fueran recluidas en la cárcel, en una suerte de protesta solitaria colgué en el Facebook una fotografía mía en una playa, en bikini por supuesto, recordando que el cuerpo femenino no debería ser motivo de vergüenza ni de pudor.
La polémica sobre la publicidad de Corimexo demuestra con creces el malestar cultural que representa la desnudez femenina como uno de los nefastos legados religiosos abrahámicos. En una trinchera, se revuelven los moralistas, pechoños y besasotanas que conciben un desnudo cual una afrenta a sus reprimidos deseos sexuales sublimados en creencias y costumbres enfermizas, sexistas y autoritarias. Alimentando ese padecimiento, en la otra esquina hierve la industria cultural que promueve la cosificación del cuerpo femenino en base a los estereotipos que marcan los roles de género socialmente asignados. En todos los casos, se distorsiona lo natural, se manipula lo simple, se problematiza lo esencial.
En ese sentido, en el meollo de una percepción de la sexualidad enajenada e hipócrita, la desnudez femenina está vinculada al patrón sexista de “reina de belleza”, estigma que implica la asimilación de ciertos cánones estéticos que son una camisa de fuerza para cualquier mujer. Resultado: una industria cosmética millonaria, la cirugía plástica como la especialidad de mayores réditos económicos y mujeres infelices e inseguras que libran una batalla perdida contra su contextura física y los cambios fisiológicos. Eso sin contar el trasfondo simbólico que conlleva ese papel de “reina de belleza”: Una mujer sumisa, esclava de la desfigurada aceptación social que la catapulta en los estrechos márgenes de los objetos decorativos que tienen mucho que mostrar pero poco que decir, encerrada en funciones de lo “privado” y muy lejos de la toma de decisiones.
Por ende, para que la desnudez femenina sea socialmente aceptada se encuentra atada a las manifestaciones del morbo colectivo hipócrita, prosaico y esquizoide, y con la confirmación de roles que someten a la mujer y la alejan de sus capacidades allende del aspecto físico y/o reproductivo.
Además, siguiendo con esa mitificación, se tiende a una división entre las mujeres “sexualmente atractivas” (las que se acepta que se desnuden) de las que, supuestamente, no lo son. No sólo pesa el cumplimiento de los cánones estéticos mencionados, sino la edad relacionada a otras “funciones” femeninas. La maternidad, por ejemplo, suele ser un pasaje directo hacia el universo “asexuado”, porque se comprende que la sexualidad (y, por tanto, la desnudez) de una madre y /o esposa sería propiedad de otro (vía matrimonio, generalmente).
Entonces, las mujeres con pase libre para desnudarse tendrán que ser jóvenes, solteras, flacas, “bonitas”. Para el resto queda la esfera del recato, mesura y moderación, de las ropas anchas, grises y poco reveladoras.
Por ello, queridas lectoras, creo que ha llegado la hora de rebelarnos. Aprovechemos este calor para despojarnos de las pilchas que nos incomodan. Que los cánones antojadizos y los roles socialmente estipulados dejen de constreñir nuestras infinitas capacidades y posibilidades. Que nadie nos imponga cómo vestirnos, cómo percibirnos y juzgarnos atractivas. Y sea que estemos flacas, gordas, bajitas, altas, jóvenes, viejas, cafés, amarillas, verdes o azules, les doy un consejo: No hay cosa más maravillosa que bañarse en el mar como “dios nos trajo al mundo”, de sentir el contacto del agua en el cuerpo desnudo. Dense ese gusto. No se arrepentirán.
La autora es socióloga.
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