Este es un dilema muy difícil. Con el espectáculo que acaban de dar los medios amigos del Gobierno y el presidente, uno no sabe si aplaudir el buen montaje y puesta en escena o protestar por la burla.
Los medios amigos que anuncian una rebelión. Y el presidente que, después de meditar unas pocas horas, decide “gobernar escuchando al pueblo” y ordena a sus legisladores modificar un artículo de una de sus leyes que violan la libertad de expresión.
Entonces, el presidente envía un proyecto de reforma a sus legisladores. Ellos, tan inocentes, tan ingenuos, que tampoco habían leído la ley original, deciden aprobar la reforma sin leerla. Es una cuestión de fe.
La ley había venido desde lejos. Y, como dice un soneto de Borges sobre el ajedrez, se podía decir: “Dios mueve al jugador y este, la pieza; ¿qué Dios detrás de dios la trama empieza?”.
Nosotros, los bolivianos, sabemos de dónde vienen las órdenes, de dónde vienen las leyes y sus enmiendas, cómo es que los periodistas amigos del régimen tienen que cumplir un rol para seguir recibiendo los diezmos.
Al final, cuando cayó el telón, nada había cambiado. Pero los aplausos, las loas por el gesto de conmiseración por la libertad de expresión, estaban intactos. Habían sido registrados por el sistema gubernamental de información. Y propalados por todos los medios, ya sea los comprados hace dos años, hace un año o hace un mes.
El éxito de la movida consistió en haber dado un golpe de efecto. Los periodistas no tenían que preocuparse, porque el presidente estaba decidido a escucharlos. Estaba decidido a ceder, pero solo para las cámaras.
Al final, ninguna concesión. En una enrevesada redacción, las violaciones a la libertad de expresión quedaron intactas. No vaya a ser que los periodistas, llevados por un triunfo parcial, pidan luego revisar todas las leyes que violan la libertad de expresión, que son tantas.
El texto aprobado de madrugada era un engendro de contradicciones entre los incisos del mismo artículo y los artículos siguientes. Total. Para lo que entienden.
Por lo tanto, lo que hace falta ahora es un crítico teatral, no un analista político.
La escena fue bien montada, aunque sus actores no tenían credibilidad. Se habían desgañitado alabando al presidente y su ‘proceso de cambio’, y resultaba difícil tener fe en lo que estaban diciendo: que se iban a rebelar contra las limitaciones.
El tono de los anuncios de rebelión no tuvo el énfasis necesario, quizá porque los actores habían representado escenas similares con anteriores gobiernos. Lo importante, dice Stanislavski, es que el actor mantenga el tono en cada una de sus intervenciones. No puede demostrar cansancio ni agotamiento. Cada representación tiene que ser como la primera. Así de vibrante.
En cuanto al presidente, es notorio que aprovecha el hecho de que ya nadie le presta atención. Con lo difícil que resulta entenderle, comprender las contradicciones se convierte en un ejercicio extenuante.
Pero su actuación en la farsa fue mejor que la de los actores secundarios.
Los medios amigos que anuncian una rebelión. Y el presidente que, después de meditar unas pocas horas, decide “gobernar escuchando al pueblo” y ordena a sus legisladores modificar un artículo de una de sus leyes que violan la libertad de expresión.
Entonces, el presidente envía un proyecto de reforma a sus legisladores. Ellos, tan inocentes, tan ingenuos, que tampoco habían leído la ley original, deciden aprobar la reforma sin leerla. Es una cuestión de fe.
La ley había venido desde lejos. Y, como dice un soneto de Borges sobre el ajedrez, se podía decir: “Dios mueve al jugador y este, la pieza; ¿qué Dios detrás de dios la trama empieza?”.
Nosotros, los bolivianos, sabemos de dónde vienen las órdenes, de dónde vienen las leyes y sus enmiendas, cómo es que los periodistas amigos del régimen tienen que cumplir un rol para seguir recibiendo los diezmos.
Al final, cuando cayó el telón, nada había cambiado. Pero los aplausos, las loas por el gesto de conmiseración por la libertad de expresión, estaban intactos. Habían sido registrados por el sistema gubernamental de información. Y propalados por todos los medios, ya sea los comprados hace dos años, hace un año o hace un mes.
El éxito de la movida consistió en haber dado un golpe de efecto. Los periodistas no tenían que preocuparse, porque el presidente estaba decidido a escucharlos. Estaba decidido a ceder, pero solo para las cámaras.
Al final, ninguna concesión. En una enrevesada redacción, las violaciones a la libertad de expresión quedaron intactas. No vaya a ser que los periodistas, llevados por un triunfo parcial, pidan luego revisar todas las leyes que violan la libertad de expresión, que son tantas.
El texto aprobado de madrugada era un engendro de contradicciones entre los incisos del mismo artículo y los artículos siguientes. Total. Para lo que entienden.
Por lo tanto, lo que hace falta ahora es un crítico teatral, no un analista político.
La escena fue bien montada, aunque sus actores no tenían credibilidad. Se habían desgañitado alabando al presidente y su ‘proceso de cambio’, y resultaba difícil tener fe en lo que estaban diciendo: que se iban a rebelar contra las limitaciones.
El tono de los anuncios de rebelión no tuvo el énfasis necesario, quizá porque los actores habían representado escenas similares con anteriores gobiernos. Lo importante, dice Stanislavski, es que el actor mantenga el tono en cada una de sus intervenciones. No puede demostrar cansancio ni agotamiento. Cada representación tiene que ser como la primera. Así de vibrante.
En cuanto al presidente, es notorio que aprovecha el hecho de que ya nadie le presta atención. Con lo difícil que resulta entenderle, comprender las contradicciones se convierte en un ejercicio extenuante.
Pero su actuación en la farsa fue mejor que la de los actores secundarios.
* Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario