Sobre nuestra declaración del 12 de abril
Lo que los bolivianos esperan es una propuesta de futuro tanto de unos como de otros. Si logramos instalar esa idea, Bolivia habrá ganado. Es no sólo posible sino deseable, que se ponga en el tapete más de una visión del horizonte que queremos, pero antes es imprescindible que las reglas democráticas se respeten y se cumplan.
La batalla por la democracia es una acción permanente de la que depende la salud de este bien superior de la sociedad boliviana.
Durante los once años de gobierno del Presidente Morales nuestra democracia estuvo condicionada por la conformación de una sólida mayoría que permitió la imposición de la hegemonía de un partido político que llevó adelante un significativo proyecto histórico. Nacido del voto popular, no de una revolución violenta, ese proyecto estuvo a caballo entre los condicionantes de la limitación del poder inherente a nuestro modelo republicano, y sus tendencias intrínsecamente autoritarias. La democracia, entendida como un sistema de controles y equilibrios y sustentada en la limitación del poder, no es el tipo de agua en la que el Movimiento al Socialismo se mueve con comodidad. Por eso, su meta estuvo siempre marcada por la búsqueda del poder total, más allá incluso de la razón inicial de su llegada al gobierno que tenía que ver con una transformación profunda del país.
En todo este tiempo la oposición no pudo enhebrar una respuesta adecuada. Primero escogió la confrontación de poder a poder, incluido el escenario de la violencia. En 2008 el gobierno demostró que en ese terreno y en ese momento de la historia su fuerza era mayor, pero lo era también la legitimidad de su mandato popular. La derrota de los opositores fue dramática y apuntaló el discurso implacable de respuesta gubernamental. Baste ver dónde están ahora los ex gobernadores José Luis Paredes, Manfred Reyes Villa, Mario Cossío, Ernesto Suárez y Leopoldo Fernández. Fue la aplicación de la lógica del todo o nada, del amigo enemigo, del todo con nosotros nada en nuestra contra…del uso, en suma, de un vendaval que arrasó con el estado de derecho.
Fue la descarnada comprensión de que poder y proyecto eran una sola cosa. Desde el principio de la gestión se buscó y se logró el control del Legislativo y el descabezamiento y control de los Órganos Judicial y Electoral. La oposición intentó desde 2009 una respuesta no sólo fragmentada sino electoralista, el resultado a nivel nacional puso en evidencia que ese no era el camino. La carga simbólica y el poder de convocatoria del Presidente estaba muy por encima de los liderazgos de oposición, como se comprobó en 2009 y 2014. Esa evidencia engañó al propio gobierno y le hizo pensar que todo estaba ganado y todos los hilos estaban bajo su control. Las elecciones subnacionales primero, las elecciones judiciales después y el Referendo del 21 de febrero finalmente, demostraron que el poder discrecional y absoluto cansa y genera rechazo.
Quienes defendemos una visión diferente de lo democrático tardamos en entender que la unidad es un imperativo, no para organizar un frente electoral, sino para defender valores. El comprensible cálculo de costo-beneficio de no juntarse con este o este otro jefe político o exmandatario, por su pasado, porqué está mas a la derecha o más a la izquierda, porque su cercanía “te perjudica”, fue siempre una gran noticia para los gobernantes.
Una parte muy significativa del pueblo boliviano nos dio una lección a todos. Lo que no se lograba en la cúpula se expresó con gran claridad en las urnas y en las calles. Lo que estaba y está en juego son cuestiones esenciales: la independencia y separación de poderes, el respeto al estado de derecho, el sometimiento a la Constitución, y la transformación radical de un sistema judicial podrido hasta las raíces. Era imprescindible responder a la demanda, no inventarla, el clamor se había instalado desde 2011. Se trataba, en consecuencia de un imperativo. Lo que hicimos el 12 de abril fue eso, responder a un mandato, comprometernos a defender una forma de convivencia, recuperar las bases de una vida en comunidad regida por la Constitución y las Leyes, para que el día de la próxima elección nacional quienes crean ser los candidatos idóneos a la presidencia y —sobre todo— el pueblo que los elegirá, tengan la certeza de que lo harán en el contexto de unas reglas razonablemente justas y equilibradas y con instituciones —sobre todo la referida a la justicia— más creíbles.
Esto es el legítimo juego democrático, no otra cosa.
El gobierno debe entenderlo así. No tiene mucho sentido que su respuesta a esta iniciativa de la oposición sea coleccionar adjetivos descalificadores, agravios personales y cuentas de un pasado que, en sus profundas sombras, nadie quiere repetir. Quienes gobiernan deben entender a su vez que tienen un pasado y que ese pasado también tiene profundas sombras. Lo que los bolivianos esperan es una propuesta de futuro tanto de unos como de otros. Si logramos instalar esa idea, Bolivia habrá ganado. Es no sólo posible sino deseable, que se ponga en el tapete más de una visión del horizonte que queremos, pero antes es imprescindible que las reglas democráticas se respeten y se cumplan.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
La batalla por la democracia es una acción permanente de la que depende la salud de este bien superior de la sociedad boliviana.
Durante los once años de gobierno del Presidente Morales nuestra democracia estuvo condicionada por la conformación de una sólida mayoría que permitió la imposición de la hegemonía de un partido político que llevó adelante un significativo proyecto histórico. Nacido del voto popular, no de una revolución violenta, ese proyecto estuvo a caballo entre los condicionantes de la limitación del poder inherente a nuestro modelo republicano, y sus tendencias intrínsecamente autoritarias. La democracia, entendida como un sistema de controles y equilibrios y sustentada en la limitación del poder, no es el tipo de agua en la que el Movimiento al Socialismo se mueve con comodidad. Por eso, su meta estuvo siempre marcada por la búsqueda del poder total, más allá incluso de la razón inicial de su llegada al gobierno que tenía que ver con una transformación profunda del país.
En todo este tiempo la oposición no pudo enhebrar una respuesta adecuada. Primero escogió la confrontación de poder a poder, incluido el escenario de la violencia. En 2008 el gobierno demostró que en ese terreno y en ese momento de la historia su fuerza era mayor, pero lo era también la legitimidad de su mandato popular. La derrota de los opositores fue dramática y apuntaló el discurso implacable de respuesta gubernamental. Baste ver dónde están ahora los ex gobernadores José Luis Paredes, Manfred Reyes Villa, Mario Cossío, Ernesto Suárez y Leopoldo Fernández. Fue la aplicación de la lógica del todo o nada, del amigo enemigo, del todo con nosotros nada en nuestra contra…del uso, en suma, de un vendaval que arrasó con el estado de derecho.
Fue la descarnada comprensión de que poder y proyecto eran una sola cosa. Desde el principio de la gestión se buscó y se logró el control del Legislativo y el descabezamiento y control de los Órganos Judicial y Electoral. La oposición intentó desde 2009 una respuesta no sólo fragmentada sino electoralista, el resultado a nivel nacional puso en evidencia que ese no era el camino. La carga simbólica y el poder de convocatoria del Presidente estaba muy por encima de los liderazgos de oposición, como se comprobó en 2009 y 2014. Esa evidencia engañó al propio gobierno y le hizo pensar que todo estaba ganado y todos los hilos estaban bajo su control. Las elecciones subnacionales primero, las elecciones judiciales después y el Referendo del 21 de febrero finalmente, demostraron que el poder discrecional y absoluto cansa y genera rechazo.
Quienes defendemos una visión diferente de lo democrático tardamos en entender que la unidad es un imperativo, no para organizar un frente electoral, sino para defender valores. El comprensible cálculo de costo-beneficio de no juntarse con este o este otro jefe político o exmandatario, por su pasado, porqué está mas a la derecha o más a la izquierda, porque su cercanía “te perjudica”, fue siempre una gran noticia para los gobernantes.
Una parte muy significativa del pueblo boliviano nos dio una lección a todos. Lo que no se lograba en la cúpula se expresó con gran claridad en las urnas y en las calles. Lo que estaba y está en juego son cuestiones esenciales: la independencia y separación de poderes, el respeto al estado de derecho, el sometimiento a la Constitución, y la transformación radical de un sistema judicial podrido hasta las raíces. Era imprescindible responder a la demanda, no inventarla, el clamor se había instalado desde 2011. Se trataba, en consecuencia de un imperativo. Lo que hicimos el 12 de abril fue eso, responder a un mandato, comprometernos a defender una forma de convivencia, recuperar las bases de una vida en comunidad regida por la Constitución y las Leyes, para que el día de la próxima elección nacional quienes crean ser los candidatos idóneos a la presidencia y —sobre todo— el pueblo que los elegirá, tengan la certeza de que lo harán en el contexto de unas reglas razonablemente justas y equilibradas y con instituciones —sobre todo la referida a la justicia— más creíbles.
Esto es el legítimo juego democrático, no otra cosa.
El gobierno debe entenderlo así. No tiene mucho sentido que su respuesta a esta iniciativa de la oposición sea coleccionar adjetivos descalificadores, agravios personales y cuentas de un pasado que, en sus profundas sombras, nadie quiere repetir. Quienes gobiernan deben entender a su vez que tienen un pasado y que ese pasado también tiene profundas sombras. Lo que los bolivianos esperan es una propuesta de futuro tanto de unos como de otros. Si logramos instalar esa idea, Bolivia habrá ganado. Es no sólo posible sino deseable, que se ponga en el tapete más de una visión del horizonte que queremos, pero antes es imprescindible que las reglas democráticas se respeten y se cumplan.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
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