El sonido que el arco producía marcaba la tónica de una nueva jornada de lucha. El  vibrato provocaba un efecto que iba más allá de la melodía y del propósito que perseguía. El fin no era otro que Paganini y sus Sonatas, pesen más que la bala y la masacre. No pudo hacerlo. El eco del acorde que evocaba alguno de Los Caprichos para violín, perdió fuerza ante la arremetida de hordas entrenadas para reprimir y matar. Wuilly Arteaga fue golpeado y su violín destrozado mientras tocaba por la paz. Marchaba bandera a cuestas, en busca de la libertad restringida y del hambre hecha costumbre.

“Agarró el violín por las cuerdas. Yo no lo solté y comenzó a arrastrarme con la moto. Tuve que soltar el violín porque no pude más”, dijo.  Como él, millones de venezolanos salen a diario en una pelea entre desiguales; en una reyerta entre un gobierno ungido bajo la sombra del genocidio y el narcotráfico, y un pueblo que no tiene medicinas ni comida que garantice la subsistencia diaria. Es la nomenclatura chavista. La misma que mantiene a Castro en el poder en Cuba y la que bajo el terror estaliniano, hizo estragos en la ex Unión Soviética. Es la nueva izquierda neofascista anclada bajo el denominado socialismo del siglo XXI que continúa matando gente en las calles y a la que se golpea y tortura por pedir democracia plena. Es esa nomenclatura cuyo propósito no es otro que permanecer en el poder a costa de cualquier precio. Es esa misma nomenclatura que ha armado grupos civiles para defender una pseudo revolución –léase privilegios de la élite chavista, con sobrinos incluidos– y ha autorizado que la denominada Guardia Nacional Bolivariana tenga carta blanca para hacer caso de los consejos: “Maduro, dale duro”.

Es así de simple. La vida en Venezuela ha perdido todo valor. Ya no se la respeta, menos los derechos intrínsecos a ella. Y es que las SS bolivarianas con Cabello como referente –con las diferencias propias de momentos históricos distintos, en coyunturas también distintas, por supuesto– nos hacen recuerdo a Himmler en estadios en los que la brutalidad, la barbarie y el salvajismo, han adquirido ribetes insospechados en un ambiente político absolutamente fraccionado por el rencor y la sangre derramada.

El tema ya no pasa por desavenencias de naturaleza ideológica que en cualquier país civilizado y en sociedades democráticamente constituidas, son parte de la dinámica del día a día. El tema pasa por determinar, con la precisión que los hechos así aconsejan, que lo que vive Venezuela es una dictadura.

Cabe entonces preguntarnos por qué siendo una, existen representantes de gobiernos (los menos) que aún la apoyan, y por qué la mayoría que la repudia, no lleva a cabo acciones más contundentes para aislarla. Sencillo. La izquierda promovida por el chavismo, bajo la faz neofascista, es falsa. Usa el discurso y la verborrea (el imperio, la derecha, el anticolonialismo, “nos quieren invadir”, soberanía de los pueblos, defensa de los derechos indígenas y bla, bla, bla) como elemento articulador de masas mientras la nomenclatura se enriquece y las arcas públicas se despilfarran. Por otro lado, declaraciones como la de Lima quedan en el tintero porque de nada sirve que cancilleres de 17 países de América hayan aseverado que Venezuela ya no es una democracia, sino rompen relaciones por ese hecho. Pose total. Termino aquí: La historia será implacable. Lo fue antes, lo será ahora. Mientras tanto, la triste noticia es que Wuilly está incomunicado y ya nadie puede oír a Paganini en las calles.
 
El autor es abogado.