Venezuela en su peor momento
Una condición fundamental para la apertura de una salida pacífica es que las organizaciones de la izquierda democrática del mundo aporten con un balance crítico de la situación venezolana
El Gobierno encabezado por Nicolás Maduro y sostenido por una cada vez más espuria alianza cívico militar, ha escrito el pasado domingo otra de las páginas más tristes y vergonzosas de la historia contemporánea no sólo de Venezuela, sino de América Latina.
Es así de grave lo ocurrido pues la tozudez con que se ha empeñado en llevar a cabo la conformación de una Asamblea Constituyente, sin respetar las más elementales reglas de la democracia, con candidatos provenientes únicamente del oficialismo y con un órgano electoral ya franca y abiertamente sometido a la voluntad presidencial, ha dado fin con los últimos vestigios de legalidad democrática que quedaban en Venezuela. Al dar ese paso, el régimen de Maduro se ha degradado a sí mismo hasta ponerse al nivel de las dictaduras militares que en décadas pasadas asolaron nuestro continente.
De nada han servido los esfuerzos hechos durante las últimas semanas por el Gobierno venezolano para dar algún aspecto de legitimidad a la Asamblea Constituyente que se pretende instalar, pues en los hechos ya ni se conservaron las apariencias. El carácter fraudulento del acto electoral del pasado domingo fue explícito desde el momento mismo en que fue convocado, lo que indica que el régimen está dispuesto a prescindir de cualquier formalidad para asumir, ya sin tapujos, la condición de una dictadura sostenida única y exclusivamente en el poder de las armas.
En tales circunstancias, no se vislumbra ni la más remota posibilidad de que la instalación de la Asamblea Constituyente tenga algún efecto positivo para el restablecimiento de la paz y la recuperación de la economía. Mucho menos que sirva para la preservación de las instituciones democráticas y las libertades sobre las que se sostienen, como son la libertad de expresión, de reunión, de pensamiento, de organización. Por el contrario, todo hace temer que, como ya se ha visto, y ha sido anunciado por Maduro, durante los próximos días el recrudecimiento de la violencia y la represión llegue a niveles que no se veían en nuestro continente desde los tiempos de las dictaduras militares.
Sin embargo, tan previsible como lo anterior es que esas prácticas fracasarán porque no hay fuerza militar que valga cuando la capacidad de aguante de una sociedad llega a su límite, como está ocurriendo en Venezuela. La historia enseña que ni las más cruentas dictaduras pueden sostenerse indefinidamente sobre las ruinas de un país.
Sin embargo, como el caso venezolano también lo demuestra, para que el desenlace de la crisis sea lo menos doloroso posible, no es suficiente la voluntad y decisión del pueblo venezolano. Hace falta, además, un firme y decidido esfuerzo de los países democráticos del mundo para impedir que se consume este nuevo proyecto totalitario.
Una condición fundamental para la apertura de una salida pacífica es que las organizaciones de la izquierda democrática del mundo aporten con un balance crítico de la situación venezolana. Sólo así se podrá impedir que, como en los años 70, la polarización cierre el paso a la moderación.
El Gobierno encabezado por Nicolás Maduro y sostenido por una cada vez más espuria alianza cívico militar, ha escrito el pasado domingo otra de las páginas más tristes y vergonzosas de la historia contemporánea no sólo de Venezuela, sino de América Latina.
Es así de grave lo ocurrido pues la tozudez con que se ha empeñado en llevar a cabo la conformación de una Asamblea Constituyente, sin respetar las más elementales reglas de la democracia, con candidatos provenientes únicamente del oficialismo y con un órgano electoral ya franca y abiertamente sometido a la voluntad presidencial, ha dado fin con los últimos vestigios de legalidad democrática que quedaban en Venezuela. Al dar ese paso, el régimen de Maduro se ha degradado a sí mismo hasta ponerse al nivel de las dictaduras militares que en décadas pasadas asolaron nuestro continente.
De nada han servido los esfuerzos hechos durante las últimas semanas por el Gobierno venezolano para dar algún aspecto de legitimidad a la Asamblea Constituyente que se pretende instalar, pues en los hechos ya ni se conservaron las apariencias. El carácter fraudulento del acto electoral del pasado domingo fue explícito desde el momento mismo en que fue convocado, lo que indica que el régimen está dispuesto a prescindir de cualquier formalidad para asumir, ya sin tapujos, la condición de una dictadura sostenida única y exclusivamente en el poder de las armas.
En tales circunstancias, no se vislumbra ni la más remota posibilidad de que la instalación de la Asamblea Constituyente tenga algún efecto positivo para el restablecimiento de la paz y la recuperación de la economía. Mucho menos que sirva para la preservación de las instituciones democráticas y las libertades sobre las que se sostienen, como son la libertad de expresión, de reunión, de pensamiento, de organización. Por el contrario, todo hace temer que, como ya se ha visto, y ha sido anunciado por Maduro, durante los próximos días el recrudecimiento de la violencia y la represión llegue a niveles que no se veían en nuestro continente desde los tiempos de las dictaduras militares.
Sin embargo, tan previsible como lo anterior es que esas prácticas fracasarán porque no hay fuerza militar que valga cuando la capacidad de aguante de una sociedad llega a su límite, como está ocurriendo en Venezuela. La historia enseña que ni las más cruentas dictaduras pueden sostenerse indefinidamente sobre las ruinas de un país.
Sin embargo, como el caso venezolano también lo demuestra, para que el desenlace de la crisis sea lo menos doloroso posible, no es suficiente la voluntad y decisión del pueblo venezolano. Hace falta, además, un firme y decidido esfuerzo de los países democráticos del mundo para impedir que se consume este nuevo proyecto totalitario.
Una condición fundamental para la apertura de una salida pacífica es que las organizaciones de la izquierda democrática del mundo aporten con un balance crítico de la situación venezolana. Sólo así se podrá impedir que, como en los años 70, la polarización cierre el paso a la moderación.
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