Probablemente a consecuencia de la fuga del exfiscal Marcelo Soza, las autoridades de Gobierno atraviesan uno de los momentos más difíciles desde el inicio de su gestión porque se pone en duda uno de sus cimientos ideológicos legitimadores, creado a partir de un par de atentados dinamiteros en Santa Cruz (uno, en la casa del cardenal Julio Terrazas) y el abatimiento de un grupo de extranjeros liderados por Eduardo Rózsa, a quienes acusaron de ser mercenarios contratados por algunos grupos opositores concentrados en Santa Cruz, que incluso habrían estado dispuestos a provocar una guerra civil y desmembrar al país.
Bajo esa premisa se encomendó al fiscal Marcelo Soza dirigir las investigaciones y el procesamiento del caso, tarea que cumplió con elevados grados de prepotencia, total olvido de principios jurídicos básicos y amparado, pese a las constantes advertencias sobre su incorrecto proceder, por el poder del Estado. Sobre esa base, los ideólogos del poder y la violencia se adjudicaron, como en los tiempos dictatoriales, un exacerbado “nacionalismo”, frente a los presuntos afanes divisionistas de los opositores.
Sin embargo, desde un principio se pudo observar que el camino estaba sembrado de dudas, pues se violaron sistemáticamente los procedimientos que deben seguirse en un Estado de derecho, como muestra la forma en que fueron ejecutados tres integrantes del grupo Rózsa, la actuación de funcionarios gubernamentales comprando o amenazando a testigos claves, el comportamiento abusivo e ilegal del Ministerio Público y, para rematar, la incapacidad de los investigadores coordinados por Soza que no pudieron presentar pruebas fehacientes para respaldar las imputaciones realizadas, al punto que los jueces que han participado en el caso, más allá de sus méritos o deméritos, han exigido al fiscal y sus colaboradores cumplir mínimas condiciones de objetividad procesal. Hasta ahora y como en el principio sólo hay opiniones: las del Gobierno que insiste en sus acusaciones y las de los detenidos que las niegan, y que hoy tienen como apoyo, precisamente, la fuga de su victimario.
Si a ello se suma la presencia de redes de extorsión organizadas por importantes exfuncionarios de las carteras de Gobierno, Transparencia y de la Presidencia, con vinculaciones en el Legislativo, aumenta la gravedad del asunto.
Es difícil poder prever el curso que tomarán los acontecimientos. Lo más sensato sería que el Gobierno acepte la sugerencia de conformar una comisión de expertos internacionales para que auditen el caso, más aún si incluso en los más altos niveles del Gobierno se reconoce la profunda crisis del sistema judicial del país y la total falta de confianza de la sociedad en éste.
Además, la existencia de tres ciudadanos extranjeros ajusticiados, 39 detenidos sin sentencia durante cinco años, el aparente destino fatal que han tendido miembros de la Policía “infiltrados” en el grupo Rózsa, y, ahora, la fuga de Soza, que parece confirmar las dudas, exigen seguir ese camino.
Mantener el estado actual, como pareciera que muchos interesados dentro y fuera del Gobierno desean, sería un error incluso para los propios intereses gubernamentales, pero, sobre todo, para los de la ciudadanía, que merece que este caso tan escabroso sea esclarecido plenamente.
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