Tan bajo ha llegado la justicia boliviana que ahora se habla abiertamente de negociar, aunque se le ponga el elegante título de “conciliación”. Estamos hablando del “Caso Rózsa”, un proceso por terrorismo que se le sigue a 39 acusados; de trata de una acusación muy seria, que se ha ventilado durante los últimos cinco años en varios juzgados y diferentes departamentos del país y que no ha podido llegar a su término porque no existe ni una sola prueba que justifique una sentencia.
Desde el 16 de abril de 2009, los operadores políticos del régimen, a la cabeza del Ministerio de Gobierno, se propusieron llegar a una condena por terrorismo que justifique la matanza perpetrada por agentes de seguridad que siguieron órdenes de alto nivel. Sin embargo, pese a todos los recursos humanos, logísticos y económicos desplegados para llegar a esta meta, no se hizo más que lograr el efecto contrario, es decir, demostrar que todo fue parte de un gran montaje destinado a defenestrar el movimiento autonomista del oriente boliviano que se había propagado por todo el país.
No hay nada que el Gobierno no haya intentado para llegar a un veredicto que pruebe su tesis del terrorismo y separatismo: ha fabricado pruebas, ha torcido las leyes, ha violentado las garantías más elementales del debido proceso, ha violado los derechos humanos de cientos de personas, al extremo de que este hecho ha provocado protestas de organismo internacionales, algunas críticas y por supuesto la amenaza de que todo termine en las instancias supranacionales, con grave peligro para quienes dieron la orden de matar aquella fatídica madrugada en la que fueron ejecutados tres ciudadanos europeos.
La opinión pública conoce perfectamente todos los detalles que rodean a la actuación del exfiscal Marcelo Soza, las astucias del gabinete jurídico del Ministerio de Gobierno y los abogados acusados de extorsión que han confesado todo lo que hicieron para llegar a una acusación coherente. Una revisión pormenorizada del expediente también da cuenta de todas las presiones, hostigamiento, trampas e intentos de soborno hacia los acusados y testigos para que ofrezcan al menos un solo indicio que ayude a sostener una denuncia que no tiene pies ni cabeza.
Obviamente, el cardenal Julio Terrazas, la única víctima que existe en relación a todo este montaje, desistió de hacer una acusación formal, pues eso hubiera significado contradecir la versión oficial del Caso Rózsa y enfrentarse a quienes verdaderamente cometieron el atentado en su casa, donde, según todas las evidencias, con las cuales seguramente coincide el prelado, se produjo un acto de terrorismo de estado.
No se sabe con qué argumentos, el régimen parece haber convencido a algunos de los acusados de terrorismo de llegar a una “conciliación”, una figura que no se aplica a este caso, y que a todas luces se trataría de una negociación para llegar a un juicio abreviado que obviamente culminará con una sentencia por terrorismo y no sólo eso, que avalará todo el proceso oprobioso que hay detrás de este juicio.
Además de ello, convertirá a las víctimas en cómplices de una patraña que tarde o temprano quedará esclarecida en los tribunales internacionales, como ha sucedido en circunstancias similares. Así es la historia.
No hay nada que el Gobierno no haya intentado para llegar a un veredicto que pruebe su tesis del terrorismo y separatismo: ha fabricado pruebas, ha torcido las leyes, ha violentado las garantías más elementales del debido proceso, ha violado los derechos humanos de cientos de personas, al extremo de que este hecho ha provocado protestas de organismo internacionales.
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