El presidente Morales se ha quejado de la justicia en fuertes términos al momento de lanzar un nuevo decreto de indulto que podría beneficiar a alrededor de dos mil reclusos detenidos de manera preventiva por delitos menores, un tremendo parche si se toma en cuenta que el nivel de hacinamiento supera el 70 por ciento y la retardación de justicia afecta al 84 por ciento de la población carcelaria, que a su vez sobrepasa los 14 mil internos.
La queja presidencial surge como si su administración no tuviera nada que ver con este delicado asunto que ocasionó una verdadera masacre hace algunas semanas en la cárcel de Palmasola. El MAS empezó a gobernar justo cuando estaba en marcha un conjunto de reformas en la justicia boliviana, destinadas a combatir los males estructurales como la politización, la corrupción y la excesiva burocracia, que la vuelven inaccesible para el ciudadano común y por supuesto, para aquellos que se “pudren” en la cárcel sin posibilidades de acceder a un juicio justo.
En teoría, el “proceso de cambio” ha puesto en marcha una “revolución” en la justicia boliviana, pero en realidad, todos aquellos problemas apuntados arriba se han acentuado y lo que es peor, el poder judicial tiene hoy sus puertas cerradas para la población en general, pues los jueces, los fiscales, los actuarios y todo el aparato administrativo se encuentra plenamente abocado a perseguir a los opositores con una andanada de juicios que mantienen ocupados a los operadores del Órgano Judicial, que responden plenamente a las directrices del Ejecutivo.
La Policía también se encuentra instrumentalizada con los mismos fines y el Estado no puede hacerse el desentendido cuando se anuncia una de las innumerables purgas que se han prometido. El caso del mayor Ormachea es ejemplar a la hora de analizar cómo está funcionando el Estado Boliviano. El oficial tenía antecedentes de corrupción conocidos por las autoridades desde antes de 1999 y pese a ello pudo acceder a cargos importantes. Incluso la ministra anticorrupción, Nardi Suxo lanzó advertencias sobre su accionar en enero pasado y pese a ello el que hoy ahora está preso por extorsión en Estados Unidos fue promovido por sus superiores.
Ahora resulta que las autoridades judiciales se niegan a investigar las fechorías cometidas por Ormachea en el país, pero curiosamente aparece una brigada policial en Santa Cruz intentando allanar la vivienda del empresario Humberto Roca Leigue, a quien el funcionario policial intentó extorsionar en Miami.
Frente a esos fenómenos surgen las preguntas ¿quién es el Estado? ¿cómo funciona y con qué fines? Durante los últimos años, las respuestas más comunes a este tipo de interrogantes ha sido el ya clásico “yo no fui” y la paradigmática “ruptura en la cadena de mando”, lo que hace suponer que ni las leyes o la institucionalidad son los pilares de este régimen en el que se imponen el abuso de unos cuántos encaramados en el poder con licencia para proceder como les plazca.
Es obvio que si la justicia está actuando guiada por bajos instintos, si la Policía procede conforme lo dictan algunas mafias internas y también en los ministerios hay bandas de extorsionadores que hacen y deshacen por cuenta y riesgo personal, no podemos menos que pensar que estamos frente a un peligroso proceso de descomposición que terminará por destruir los cimientos del Estado. A menos que la idea del “cambio” sea esa.
La queja presidencial surge como si su administración no tuviera nada que ver con este delicado asunto que ocasionó una verdadera masacre hace algunas semanas en la cárcel de Palmasola. El MAS empezó a gobernar justo cuando estaba en marcha un conjunto de reformas en la justicia boliviana, destinadas a combatir los males estructurales como la politización, la corrupción y la excesiva burocracia, que la vuelven inaccesible para el ciudadano común y por supuesto, para aquellos que se “pudren” en la cárcel sin posibilidades de acceder a un juicio justo.
En teoría, el “proceso de cambio” ha puesto en marcha una “revolución” en la justicia boliviana, pero en realidad, todos aquellos problemas apuntados arriba se han acentuado y lo que es peor, el poder judicial tiene hoy sus puertas cerradas para la población en general, pues los jueces, los fiscales, los actuarios y todo el aparato administrativo se encuentra plenamente abocado a perseguir a los opositores con una andanada de juicios que mantienen ocupados a los operadores del Órgano Judicial, que responden plenamente a las directrices del Ejecutivo.
La Policía también se encuentra instrumentalizada con los mismos fines y el Estado no puede hacerse el desentendido cuando se anuncia una de las innumerables purgas que se han prometido. El caso del mayor Ormachea es ejemplar a la hora de analizar cómo está funcionando el Estado Boliviano. El oficial tenía antecedentes de corrupción conocidos por las autoridades desde antes de 1999 y pese a ello pudo acceder a cargos importantes. Incluso la ministra anticorrupción, Nardi Suxo lanzó advertencias sobre su accionar en enero pasado y pese a ello el que hoy ahora está preso por extorsión en Estados Unidos fue promovido por sus superiores.
Ahora resulta que las autoridades judiciales se niegan a investigar las fechorías cometidas por Ormachea en el país, pero curiosamente aparece una brigada policial en Santa Cruz intentando allanar la vivienda del empresario Humberto Roca Leigue, a quien el funcionario policial intentó extorsionar en Miami.
Frente a esos fenómenos surgen las preguntas ¿quién es el Estado? ¿cómo funciona y con qué fines? Durante los últimos años, las respuestas más comunes a este tipo de interrogantes ha sido el ya clásico “yo no fui” y la paradigmática “ruptura en la cadena de mando”, lo que hace suponer que ni las leyes o la institucionalidad son los pilares de este régimen en el que se imponen el abuso de unos cuántos encaramados en el poder con licencia para proceder como les plazca.
Es obvio que si la justicia está actuando guiada por bajos instintos, si la Policía procede conforme lo dictan algunas mafias internas y también en los ministerios hay bandas de extorsionadores que hacen y deshacen por cuenta y riesgo personal, no podemos menos que pensar que estamos frente a un peligroso proceso de descomposición que terminará por destruir los cimientos del Estado. A menos que la idea del “cambio” sea esa.
Si la Policía procede conforme lo dictan algunas mafias internas y también en los ministerios hay bandas de extorsionadores que hacen y deshacen por cuenta y riesgo personal, no podemos menos que pensar que estamos frente a un peligroso proceso de descomposición que terminará por destruir los cimientos del Estado.
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