Actualmente, dos poderosas mafias controlan el negocio del narcotráfico en todas las rutas de tránsito de drogas hacia Estados Unidos y Europa. Se trata de los carteles mejicanos “El Golfo” y “Sinaloa”. Desde de la década del 90 del siglo pasado, ellas asumieron la dirección de todo lo relativo al infame rubro. Dejaron de ser meras intermediarias de las que entonces fueran ultrapoderosas redes colombianas de producción y exportación de cocaína no solo elaborada en su propio país, sino también en Perú y Bolivia.
Diversos factores determinaron que los referidos carteles mejicanos desplazaran a los colombianos y se convirtieran en casi amos absolutos del negocio. Se establecieron en estados y municipios del norte mexicano, fronterizos con EEUU y la región del Golfo. Poco a poco, con los réditos que les reportaban los gigantescos mercados de Norteamérica y Europa para la droga, acumularon el poder económico suficiente para mantener implacables estructuras de sicarios que acabaran con bandas de competidores menores.
La infiltración en los servicios de inteligencia de los organismos policiales a cargo de la lucha contra el narcotráfico fue cosa corriente en ambos carteles. Sus equipos de sobornadores convirtieron en “topos” o proveedores de datos precisos a ciertos policías y militares. El periodista mexicano David Aponte, en su libro “Los Infiltrados”, relata que esos dos carteles accedieron a información precisa sobre el movimiento de competidores y cuantas personas figurasen en su lista negra. A cargo de las ejecuciones se hallan miembros de la organización “Zetas”, compuesta por ex militares y policías que el Cartel del Golfo, particularmente, a cambio de jugosos sobornos, incorporó a sus filas para sus implacables “ajustes de cuenta”. Los sicarios, hasta la fecha, asesinaron ya a más de 30 mil personas. No podía ser más escalofriante uno de los últimos episodios de esta larga serie de asesinatos: Frente a un monumento del centro de Nuevo Laredo, ciudad fronteriza con Estados Unidos, donde aparecieron cuatro víctimas que tras ser ejecutadas fueron salvajemente decapitadas.
En Bolivia, por cierto, están operando redes de los carteles mexicanos de la droga. Son bastante numerosos los indicios corroborativos al respecto. Y de un tiempo a esta parte, alcanzan cierta recurrencia asesinatos con características de “ajustes de cuentas”, al estilo mexicano. Para colmo, caen presos policías de gradación jerárquica y media por presunta vinculación al narcotráfico. Sobre la base de estos hechos, que aún representan señales más o menos borrosas, sería injusto afirmar que en Bolivia llegamos a la misma situación que lamenta México. De todos modos, estamos ante hechos que preocupan y exigen una investigación idónea cuyas conclusiones nos digan de qué realmente se trata.
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