Un ojo de la cara, y tal vez algo más que eso -quizás los dos-, nos cuesta a los bolivianos un camino, una carretera. De segunda o de tercera categoría todas las que tenemos en servicio a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, no pueden ser mejores por lo estrechas, por el estado de deterioro en que se encuentran en varios tramos por falta de mantenimiento, por la carencia de señales y otras omisiones notorias en grados realmente ostensibles. Dejadas las malas carreteras en uso, de la mano de Dios, como suele decirse en buen romance.
Sin embargo, y al final de cuentas, unas contadas carreteras tenemos en no irreprochable servicio en nuestro extenso territorio. Y el problema, tanto como el de lo escasas y estrechas que son, es la situación de bloqueo a que aparecen sometidas hasta por el más insignificante quítame estas pajas.
Exagerando un poco la nota -no tanto sin embargo- hasta puede decirse que las carreteras en Bolivia fueron abiertas no para acercar, para unir a las comunidades, a los pueblos, para ciertamente posibilitar las transacciones y estimular los legítimos intercambios sociales y comerciales y tener expedito el acceso al elusivo y costoso progreso. Hay razones más que sobradas para aceptar que nuestras carreteras fueron abiertas para ser bloqueadas, unas veces porque sí y otras por qué no.
En tiempos no muy lejanos, cuando a falta de carreteras solo había caminitos de tierra abiertos al paso del carretón, del caballo o de la mula, los usuarios sabían que tardarían días completos, hasta semanas para llegar a destino. Pero eran conscientes de que llegarían en los plazos previstos, tal vez con diferencias de horas y nada más. Hoy con las carreteras pavimentadas que hacen posibles velocidades sorprendentes, de pronto el viajero se topa con que están bloqueadas por grupos que las monopolizan para sustentar sus pendencias, que pueden ser legítimas o ilegítimas, mas por las cuales –las pendencias, es claro- no tiene porqué pagar el pato un vecindario que, casi por lo general, es lastimado en sus intereses legítimos. También sufren las consecuencias sectores como los transportistas y productores que detrás de una barricada levantada en medio de la ruta, ven esfumarse ganancias y cosechas. Y hasta colocado en riesgo de muerte, cosa lógica de suponer, pues en una carretera bloqueada intempestiva o más bien impunemente, cuántos varados no se hallan en procura de un auxilio médico inmediato.
Hoy por hoy las carreteras del país, son más instrumentos formidables y despiadados de presión que un servicio vital para el pueblo con cuya suerte y destino se juega sin piedad.
Sin embargo, y al final de cuentas, unas contadas carreteras tenemos en no irreprochable servicio en nuestro extenso territorio. Y el problema, tanto como el de lo escasas y estrechas que son, es la situación de bloqueo a que aparecen sometidas hasta por el más insignificante quítame estas pajas.
Exagerando un poco la nota -no tanto sin embargo- hasta puede decirse que las carreteras en Bolivia fueron abiertas no para acercar, para unir a las comunidades, a los pueblos, para ciertamente posibilitar las transacciones y estimular los legítimos intercambios sociales y comerciales y tener expedito el acceso al elusivo y costoso progreso. Hay razones más que sobradas para aceptar que nuestras carreteras fueron abiertas para ser bloqueadas, unas veces porque sí y otras por qué no.
En tiempos no muy lejanos, cuando a falta de carreteras solo había caminitos de tierra abiertos al paso del carretón, del caballo o de la mula, los usuarios sabían que tardarían días completos, hasta semanas para llegar a destino. Pero eran conscientes de que llegarían en los plazos previstos, tal vez con diferencias de horas y nada más. Hoy con las carreteras pavimentadas que hacen posibles velocidades sorprendentes, de pronto el viajero se topa con que están bloqueadas por grupos que las monopolizan para sustentar sus pendencias, que pueden ser legítimas o ilegítimas, mas por las cuales –las pendencias, es claro- no tiene porqué pagar el pato un vecindario que, casi por lo general, es lastimado en sus intereses legítimos. También sufren las consecuencias sectores como los transportistas y productores que detrás de una barricada levantada en medio de la ruta, ven esfumarse ganancias y cosechas. Y hasta colocado en riesgo de muerte, cosa lógica de suponer, pues en una carretera bloqueada intempestiva o más bien impunemente, cuántos varados no se hallan en procura de un auxilio médico inmediato.
Hoy por hoy las carreteras del país, son más instrumentos formidables y despiadados de presión que un servicio vital para el pueblo con cuya suerte y destino se juega sin piedad.
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