Es natural que los partidos o frentes políticos difundan sus programas de gobierno. Esto se hace más evidente en tiempo de elecciones. Entonces esos programas se convierten en un rosario de promesas de una variedad ilimitada. Las hay, entre ellas, las que pueden ser cumplidas; otras que son difíciles –aunque no imposibles- y, algunas, que seguramente no se cumplirán, pues resultan de la demagogia. Las promesas de dimensión galáctica tienen, en el fondo, algo de engaño, algo de inmoralidad, algo de insensatez y, casi siempre, terminan en incumplimientos o en fracasos. Cuando se alientan las fantasías y se vuelve a la realidad, generalmente descarnada, se generaliza el desánimo, la desesperanza y la frustración.
Fuera de esas promesas de lograr imposibles, los participantes en elecciones afirman unánimemente que van a defender la libertad, la democracia, los derechos individuales y la continuidad institucional. Abundan las vaguedades: mejorar la administración de justicia, luchar contra la pobreza, acabar con la discriminación, erradicar la corrupción y asegurar el bienestar. No es frecuente que haya advertencias de que, ante las crisis, ya sean de origen interno o internacional, los tiempos serán difíciles y se requerirá renunciamientos. No es de esperar que alguien, como Sir Winston S. Churchill, pida a su pueblo sacrificios que costarán «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», en el empeño de vencer una guerra cruel y total, actualmente la guerra contra el atraso.
Cuando en el ejercicio del gobierno, a sabiendas de que se va a incumplir, se insiste, con el estilo de Goebbels –«Una mentira mil veces repetida....se transforma en verdad»– que se está labrando un venturoso porvenir, vendrán las acusaciones de que los fracasos y los incumplimientos se debieron a la supuesta acción disociadora de sus adversarios políticos y de gobiernos e intereses extranjeros; generalmente, en nuestra región, atribuidos a los Estados Unidos: «el imperio», según los populistas de turno.
En Bolivia se prometió la nueva fundación, no de la república, sino de un «estado plurinacional». Este nuevo estado sería el resultado de un poco claro «proceso de cambio». En ese proceso –se dijo– no habría muertos por la violencia política y ya van…. Tampoco habría segregación y, ahora, el poder constituido busca el predominio de un pueblo sobre los otros pueblos de este país diverso. Se iba a recuperar los recursos naturales para beneficiar a los bolivianos y, en cambio, con la nacionalización de los hidrocarburos, se ha puesto en duda la capacidad de YPFB para cumplir los compromisos de venta de gas al Brasil y a la Argentina, abriendo incertidumbres peligrosas. Se dijo que se lucharía contra la corrupción, pero la inmoralidad del fraude electoral estuvo a la vista. Se dijo que había que cambiar la constitución política del Estado para hacerla más justa y más comprehensiva y que garantice efectivamente la libertad y los derechos de pueblos e individuos, sin embargo se aprobó irregularmente un texto sectario, incoherente y de difícil aplicación.
Y como “no hay inventor que no sea víctima de su creación”, ahora el poder se ve enfrentado con los llamados “originarios” de las tierras bajas que demandan que se cumpla lo que se les otorgó constitucionalmente, aunque esto sea divisivo, incoherente y peligroso para unidad de la Nación. Y así se van sembrado incongruencias, rencores e insatisfacciones.
Los bolivianos no estamos en buen camino. Cada vez la situación que prevalece se parece más a la creada por la satrapía de Hugo Chávez.
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