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lunes, 1 de abril de 2013

Franceso Zaratti reflexiona sobre Semana Santa y aunque nos quedan pocas horas para cerrar el ciclo, sus razonamientos son sin duda valiosos y recomendados


En un mundo globalizado en el cual el hedonismo está sobredimensionado, el consumismo es regla de vida y el exitismo la máxima aspiración, la palabra “sacrificio” suena a Edad Media, o por lo menos a prédica de bisabuelos. En realidad todos hacemos sacrificios, en el sentido que renunciamos hoy a algo bueno en vista de algo mejor que vendrá. Los padres se sacrifican para asegurar a sus hijos una profesión que les permita vivir mejor que ellos; en ocasiones de desastres naturales nos sacrificamos solidarizándonos con los hermanos damnificados; otras veces simplemente aceptamos algunos sacrificios materiales (ayunos, privación de gustitos y diversiones) para no perder de vista lo esencial de la vida.
En todo caso esos sacrificios no son un fin en sí mismos, sino que buscan una superación. Lejos han quedado las mortificaciones gratuitas, con ribetes masoquistas, como llevar un cilicio en el cuerpo o las famosas “disciplinas” típicas  precisamente de la Edad Media.
Hoy entendemos que no hay que ir a buscar el sufrimiento, porque nos persigue, cada día, a quién más, a quién menos. El mismo Jesús, aunque austero, no era partidario de prácticas que posponían el servicio fraternal al cumplimiento de normas legales.
¿Cómo entender, en este contexto, el sacrificio de Jesús, objeto de la meditación y la liturgia de esta semana? ¿Era “necesaria” su muerte en la cruz para la redención de la humanidad? ¿No hubiese sido suficiente una campaña de educación a la conversión de los pecados y a una vida más santa?
Muchos libros de teología han intentado responder esa pregunta, pero personalmente prefiero abordar el tema desde la perspectiva bíblica, a partir de la cual me atrevo a descartar algunas interpretaciones cuanto menos ambiguas, sino heréticas, de la pascua del Cristo.
Por ejemplo hay quien ve en la muerte de Jesús la exigencia del Padre de pedir la vida, “la sangre” del Hijo, para limpiar los pecados del hombre y dejar de lado su ira. En realidad, ese dios sediento de la sangre de su hijo no tiene cabida en el mensaje del Evangelio, ni siquiera del Antiguo Testamento. También es común escuchar, especialmente desde grupos evangélicos fundamentalistas, que Jesús, al morir por nuestros pecados, nos ha otorgado  “automáticamente” la salvación, dejándonos en la situación de esperar pasivamente la  “vida eterna” que tendríamos ya hipotecada.
Al contrario, una lectura integral de la Biblia nos revela en la Pascua de Jesús ciertamente un sacrificio sustitutivo (Él en lugar de nosotros), expiatorio (cargando, siendo inocente, las culpas de todos los hombres) y propiciatorio (grato a Dios porque la maldad no logró arrancar de su boca una palabra de odio o de maldición, tan sólo de perdón); pero, sobre todo, nos muestra un sacrificio “ejemplar” de cómo también nosotros podemos y debemos vencer el Mal si seguimos los pasos del Maestro, respondiendo al odio y a la violencia con el perdón, la humildad, el amor, sin ceder a la tentación de utilizar las armas del Mal para combatirlo.
En el fondo, con su sacrificio voluntario y consciente, el Cristo nos ha dado la fuerza (que es su Espíritu) para salir vencedores del miedo a la muerte, el último recurso que busca atraernos hacia el bando de los que creen que es posible lograr el bien mediante los métodos del Mal.
“¿Acaso, no era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en la gloria?”, preguntó el Resucitado a los discípulos de Emaús, revelándoles cómo el aparente fracaso del justo se transfigura en la exaltación del Crucificado y en su gloriosa resurrección. 

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