El Tribunal Supremo Electoral (TSE), a través de su Vicepresidente, ha ratificado su decisión de restringir el concepto de campaña electoral hasta adecuarlo a la medida de los requerimientos oficialistas. Ha decidido que los actos de entrega de obras y las apariciones públicas de las autoridades gubernamentales, y por consiguiente la profusa difusión propagandística de ese tipo de eventos, no es más que una obligación de quienes gobiernan por lo que no puede atribuírseles la intención de captar adhesiones a sus candidaturas.
Tal decisión, según los miembros del TSE, estaría amparada en lo que manda Ley de Régimen Electoral y por consiguiente rechazan cualquier opinión que les atribuya alguna parcialización con la fórmula oficialista. Y es probable que, en efecto, si de aplicar la letra muerta de la ley se trata, puedan mostrar algún artículo que dé pie a esa interpretación.
Es evidente, sin embargo, y para eso un elemental sentido común basta y sobra, que no son actos de la rutina gubernamental los que dan lugar a susceptibilidades, sino la manera franca, abierta e indisimulada con que a cualquier entrega de obras se la transforma en un acto de proselitismo electoral.
Es tan obvia la distorsión del mandato legal, que el esmero con que las autoridades del TSE intentan negarlo no hace más que deslegitimar sus propios actos. Y eso es muy grave, pues el principal pilar sobre el que se sostiene la institucionalidad democrática es la idoneidad e imparcialidad de quienes fungen de árbitros en las lides electorales. Por eso, lo menos que puede esperarse del TSE es que ponga en primer lugar de su escala de prioridades la necesidad de velar por su propio prestigio.
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