El retiro de fotografías y paneles del fallecido exmandatario venezolano, Hugo Chávez, que se exhibían en las instalaciones del Congreso de ese país, parece similar a escenas ya vistas en innumerables veces en la historia del planeta.
Tales escenas son consecuencia, al parecer, de que mientras se encuentran en la cima del poder, los caudillos que caen en la trampa que les tienden sus aduladores o no quieren recordar esas imágenes que registran la forma en que se descuelgan cuadros y fotografías, y derriban de estatuas o, más duro aún, quieren convencerse de que sus imágenes se mantendrán en la eternidad.
Se trata del culto la personalidad que particularmente en sistemas autoritarios o proclives a ellos se ejercita en forma extrema.
Y ello sucede porque alrededor del caudillo, que es el único que seduce a las masas y goza de verdadero poder, se agazapan quienes lo usufructúan sólo por su cercanía a él. En esas circunstancias toda adulación es siempre insuficiente.
Y esta servil actitud se mantiene hasta que el caudillo deja de ser tal y sobreviene su derrumbamiento. Entonces los áulicos desaparecen buscando a quién transferir sus homenajes cuando no son los primeros en jalar la pita o dar el primer picotazo a la estatua que ayudaron a crear.
Hay que insistir en que no se trata de una experiencia nueva. Más bien, se repite a lo largo de la historia particularmente en momentos de crisis y cambio de paradigmas existenciales. En todo caso, su antídoto parece ser sólo una larga vigencia de un sistema democrático en el que los homenajes son ex post.
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