Se supone que un país donde rige el Estado de Derecho tiene la obligación de ofrecer garantías jurídicas a los inversores –nacionales y extranjeros- en iniciativas privadas. Lo contrario significa no sólo abrir las puertas a la comisión de delitos, sino que hace sospechar que también se da vía libre a la impunidad de los transgresores de la ley. La reciente toma de la mina de estaño Laramcota, en el departamento de La Paz por campesinos y cooperativistas mineros no es, en absoluto, un caso único. Para pesar de la ciudadanía y la opinión pública, los avasallamientos de la propiedad privada en el área de producción extractiva minera son más frecuentes y penosos de lo que cabría esperar.
Los avasallamientos constituyen una figura delictiva que merece sanción, según las normativas legales vigentes del país. Si hemos de creer que en la nueva Constitución Política del Estado se especifica el respeto a la propiedad privada, lo menos que se espera es que se pase de las palabras a la acción. El Gobierno está en la obligación de demostrar ante propios y extraños que lo suyo no es sólo retórica fácil y demagógica sobre un asunto que concierne a la actividad minera, de suya vital y estratégica para el país, sino ante todo posturas y prácticas coherentes con el discurso. Se hace preciso, por tanto, sentar la presencia del Estado allá donde haga falta, con el imperio de la ley.
Se conoce que el Estado enfrenta cerca de treinta conflictos mineros no solucionados en seis departamentos. Estos conflictos han sido las más de las veces tomas ilegales y denuncias de contaminación ambiental. Los protagonistas son a menudo cooperativistas mineros y campesinos comunarios. Los conflictos se han dado en los tradicionales departamentos mineros como Potosí, Oruro y en menor medida La Paz. Sin embargo, también hay problemas en Beni, Pando y Santa Cruz. Desde 2004 se han registrado más de doscientos casos de avasallamiento de concesiones mineras, chicas, medianas y cooperativas, más frecuentes desde el alza del precio internacional de los minerales.
Sin embargo, y desde donde se vea, los avasallamientos son un delito al cual se debe poner freno cuanto antes. Esto quiere decir que los transgresores deben ser obligados a asumir su plena responsabilidad ante la ley. No sólo responder por la interrupción del trabajo productivo, que ya causa perjuicios de diversa índole, sino por aquellos daños ocasionados por la toma violenta de una propiedad privada. Los concesionarios están en su pleno derecho de exigir se precautelen sus inversiones, y también que se proceda a las reparaciones pertinentes cuanto antes. El hecho que las autoridades nacionales del sector estén plenamente conscientes del problema puede alentar soluciones duraderas.
La toma de la mina Laramcota no es más que el último eslabón de una cadena que no parece tener fin. Y es, además, el fiel reflejo de la inseguridad jurídica a la que está expuesto el inversionista nacional o extranjero en Bolivia. Conviene recordar que esta inseguridad en el terreno de la producción minera se extiende a otros campos productivos igual de sensibles e importantes. Es posible que se proceda al desalojo de los avasalladores de las propiedades afectadas, pero no es seguro que se los sancione. Si se da pie a esta suerte de impunidad, nada asegura que los avasallamientos cesen. Por el contrario, se darán en cualquier momento y lugar, y quizás con mayor fuerza que antes.
Si se da pie a la impunidad, nada asegura que los avasallamientos cesen. Por el contrario, se darán en cualquier momento y lugar, y quizás con mayor fuerza que antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario