Probablemente porque buena parte de nuestras autoridades públicas ha actuado sólo bajo un régimen democrático, no logra comprender el valor que tiene respetar los derechos humanos e impulsar a las organizaciones que los defienden. Más bien, bajo conceptos hegemónicos del ejercicio del poder y en forma subordinada a Gobiernos afines, se ha dado a la tarea de desprestigiarlas tanto dentro como fuera del país.
Esta actitud tiene dos consecuencias funestas. Por un lado, se pone en peligro la vigencia del sistema democrático participativo, porque si el autoritarismo se impone, sólo serán las cúpulas en función de gobierno las que decidirán, por sí y ante sí, qué hacer, abriendo las compuertas al arbitrio y, también, a la corrupción más letal en la administración de los recursos públicos (y ejemplos de ese comportamiento los tenemos cerca). Por el otro -y desde una perspectiva moral tan o más grave-, quienes se reclaman ser expresión del movimiento popular y de valores progresistas arrían las banderas de la defensa de los más elementales derechos de ciudadanos en favor, además, de sectores que cuando tuvieron acceso al poder no se distinguieron por defenderlos, pero que, por presión de la gente, tuvieron que acceder a crear instituciones estatales y suscribir convenios internacionales que pusieran límites al abuso estatal.
En este contexto, bien haría el gobierno en dar un golpe de timón a su visión para hacer realidad su retórica democrática e impulsar –controlando a sus corrientes autoritarias- la consolidación de los valores universales de respeto militante a los derechos humanos y sus instituciones referenciales.
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