Tanto el amotinamiento de los efectivos de la Unidad Táctica de Operaciones Policiales (UTOP) de La Paz en protesta por presuntos malos tratos de parte de un capitán, registrado el miércoles, como su resolución, constituyen una muestra de lo que no se debe hacer pero se hace en este campo, en función exclusiva de pasar el momento y, probablemente, pensar en las elecciones del próximo año.
Desde ya, en ambas etapas del problema se ha vulnerado todo principio legal y de autoridad. Es posible asegurar que todo efectivo policial sabe que un amotinamiento constituye un grave delito que, en un Estado con capacidad de acción, debe ser drásticamente sancionado. Pero, también sabe que el Gobierno legalmente constituido tiene miedo de procesar y sancionar como corresponde a quienes se amotinan y a quienes, por detrás, impulsan al amotinamiento. Esta certeza en la impunidad es la que hace que se recurra, pese a su ilegalidad, a medidas de esa naturaleza para hacer valer sus demandas.
De hecho, el amotinamiento del miércoles ha traído a la memoria similares acciones registradas durante los Gobiernos de Hugo Banzer Suárez, el año 2000, y en la segunda gestión de Gonzalo Sánchez de Lozada, el año 2003, en los que los amotinamientos policiales que entonces se dieron no sólo que provocaron violentos enfrentamientos, sino que constituyeron hitos de deslegitimación de aquellos Gobiernos.
Desde esta perspectiva, los amotinamientos policiales que se han producido han seguido, de alguna manera, similar recorrido que los mencionados hechos anteriores. Pero, a diferencia de los resultados alcanzados en 2000 y 2003, en esta oportunidad la solución ha llegado por la adopción de decisiones también irregulares: la destitución sin proceso alguno del oficial acusado de cometer abusos y del comandante de la Unidad amotinada. Ambas, adoptadas por el Comandante General de la Policía desde Puerto Suárez, donde se encontraba cumpliendo una misión oficial, y sin reflexionar que su actuación provenía de presiones de gente que delinquía en forma flagrante y sancionaba, sin proceso alguno, a dos oficiales acusados por los amotinados (lo que no significa, de ninguna manera, avalar su conducta; simplemente no fueron debidamente procesados como manda la Constitución).
Desde otra perspectiva, el amotinamiento que se comenta es una muestra más de la crisis que vive la institución policial, que es tan antigua como compleja, y que no puede ser enfrentada con solvencia y posibilidad de éxito. Por esa imposibilidad, además, la crisis se profundiza y ya hay muchos síntomas que muestran que la situación puede salir de control, sin que se haga nada más que construir una retórica que no conduce a ningún lado.
Pese a este difícil desafío, el Gobierno debería asumir responsablemente su misión y esforzarse –sin, esta vez, pensar en los votos que pueda ganar o perder– para que uno de sus legados sea una institución policial transformada con capacidad de cumplir eficientemente la misión que la Constitución Política del Estado le asigna: La “defensa de la sociedad y la conservación del orden público, y el cumplimiento de las leyes en todo el territorio boliviano”.
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