Actualmente, se rearticula el Pacto Militar, ahora con cocaleros y con los colonizadores. Las nuevas víctimas, los más pobres, trinitarios, moxeños, los defensores de parques nacionales, de tierras de origen
¿Se acuerdan hermanos de aquel cochala de abarcas, con las manos abiertas y ese rostro patético que no se atrevía a bajar la vista hacia los cadáveres que lo rodeaban?
Era fines de enero de 1974 y el papá había cargado con tantos hijos en un viaje por medio país para que “conozcan sus raíces, antes de pensar en el extranjero”. Al regreso, en plena carretera, nos tocó palpar esa patria que no salía en Canal 7: heridos amontonados en los caimanes del Ejército y las hembras llorosas corriendo por detrás.
La foto quedó inmortalizada en la primera página de “Presencia” y los activistas católicos de la flamante “Justicia y Paz” investigaron y denunciaron los hechos ante todo el mundo. Hoy, ¿quién se acuerda de los cuarenta años de la Masacre de Tolata y Epizana?
Al Estado Plurinacional no le interesa la historia antes de 2009; es más, ese tipo de hechos pueden ser hasta molestosos para sus nuevos aliados. La memoria es la primera víctima de una nación cuando el gobernante pide no tener libertad de pensamiento; en el caso boliviano fue instrucción del que se considera el intelectual del Gobierno. Entonces, ¿qué pedir al Ministro de Salud con 27 años de estudio o al Presidente del Senado que aprueba la tortura?
No es el único modelo estatal que prefiere enterrar el recuerdo. Hace una década, una voluntaria alemana fue expulsada de Bolivia por publicar en un calendario para el área rural la fecha sangrienta del 28 de enero. El presidente Hugo Banzer no la sacó con insultos, como hacen ahora, pero es seguro que estuvo detrás de la maniobra migratoria para esconder lo que ordenó como dictador.
La Masacre de Tolata y Epizana significó, en el devenir de las luchas sociales, el punto final al Pacto Militar Campesino que se impuso en los años sesenta contra los sindicatos agrarios independientes. No fue casual que ese mismo 1974, con el apoyo logístico de la Iglesia Católica, intelectuales aymaras, conocidos como kataristas, firmaran el “Manifiesto de Tiahuanacu”, que orientó las siguientes dos décadas de luchas indígenas.
Los campesinos del valle alto de Cochabamba iniciaron la revuelta reclamando el alza de los precios de los artículos de primera necesidad y su ejemplo cundió en pocos días por todo el país. La respuesta fue, una vez más, la metralla. Las Fuerzas Armadas cogobernantes, se encargaron de ejecutar la masacre, cuyo número de muertos y heridos nunca se sabrá con exactitud.
Actualmente, se rearticula el Pacto Militar, ahora con cocaleros y con los colonizadores. Las nuevas víctimas, los más pobres, trinitarios, moxeños, los defensores de parques nacionales, de tierras de origen, sean del Tipnis, de Carrasco, de Guarayos.
La autora es periodista
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