El presidente venezolano, Nicolás Maduro, ha tenido un festejo con sabor a alivio tras vencer con apenas tres puntos en el conteo general de votos obtenidos en las elecciones municipales de su país. Cuando todos anticipaban una estrepitosa caída en las urnas del delfín chavista, se ha producido en cambio una victoria pírrica, muy difícil de sostener en las actuales circunstancias de crisis económica, que el oficialismo no logra contener si no es a base de medidas que han caído en la sobredosis de prebendalismo y demagogia.
Maduro necesita festejar porque lo suyo no deja de ser una hazaña, después de comprobarse su absoluta impericia para manejar los problemas del país, aquejado por la escasez, la caída de la producción, el proceso inflacionario y la polarización que cada vez se hace más evidente, con un electorado dividido casi en partes iguales. No hay muchas razones para festejar cuando se observa un ausentismo del 40 por ciento y el avance de la oposición en ciudades importantes que antes pertenecían al partido de Hugo Chávez.
Un líder coherente, demócrata y con buen criterio, debería observar que ha llegado el momento justo para dialogar con la oposición y de buscar una salida diferente a la confrontación. Maduro, en cambio, exaltado por su victoria, ha dicho que su revolución va a continuar y que nadie lo para en las decisiones que ha estado tomando.
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