Los países que más se entusiasmaron con el “proceso de cambio” de Bolivia, con el indigenismo, lo plurinacional, la Pachamama y todo eso que cada vez se parece más a un cuento, fueron los europeos, especialmente los del norte, donde creer en los mitos y leyendas combina muy bien con la pinta de hippie y la costumbre de andar en bicicleta.
En el 2009, el presidente Morales fue recibido como un héroe en Copenhague, donde se convirtió en la vedette de la Cumbre Climática, aunque a la hora de la votación y los respaldos, las cosas se le volcaron. Ese entusiasmo animó al Jefe de Estado para organizar un año después la célebre cumbre de Tiquipaya, donde el discurso de los pollos y la Coca Cola terminó por desmoralizar a los gringos, a quienes insistimos a veces en verles cara de tontos. Esa desilusión se tradujo en una fuerte reducción del apoyo político y económico que anteriormente funcionaba a través de un impresionante número de ONGs, que de pronto se convirtieron en “enemigas” según el Gobierno.
El problema parece haber empeorado cuando Holanda decidió retirarse de Bolivia y dejar, entre otros asuntos pendientes, al 60 por ciento de los trabajadores de la Defensoría del Pueblo sin salario (una vergüenza para un país en bonanza). La réplica del régimen ha sido muy dura con la expulsión de la ONG IBIS, originaria de Dinamarca, a la que acusa de injerencia política.
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